LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
Algunos kilos de más
(“El Cinco Rojo”)
De esa forma los unía el baile. Y así pasaron los años. No muchos. Hasta que Bruno decidió dejar de correr y comprar La Quinta. Y lo hizo. Para alegría de Augusta que recibió la noticia como un premio a su constancia. Porque ella deseaba que su esposo estuviera a su lado el mayor tiempo posible. Pero no pudo ser. Porque Augusta murió. De una forma previsible: comiendo. Un lomo de lechón, adobado por demás, como a ella le gustaba: con puré de manzanas y también de papa, abundante crema de leche, huevos batidos, nuez moscada, pimienta negra, manteca casera, nada de aceite. Y se murió de golpe, o sea, en forma instantánea. Porque si bien la muerte es una sola, la gente sabe que la agonía la estira un poco. Augusta, que masticaba a conciencia, hizo un ruido extraño, como un eructo. Se le abrieron los ojos y le tiritó la piel. Segundos después se desplomó sobre el piso. Y murió. Antes de que Bruno llegara a su lado y se diera cuenta de que estaba muerta; e intentara levantarla, tarea imposible, porque el peso de Augusta se había redoblado, pegándose al mosaico.
Fue duro. Quizás no tanto al principio porque la sorpresa estuvo de por medio. Pero a partir de la segunda noche de ausencia, las entrañas le quedaron al descubierto sin que nada las protegiera y el dolor tomó su real dimensión. Que era como si estuviera quemado y un alambre le raspara la carne. Por eso apresuró su traslado a La Quinta. Regaló las pertenencias de su mujer, se quedó con los viejos discos y partió con la esperanza de adormecer los recuerdos que amenazaban quitarle el aire. Llegó por la tarde. Al mismo tiempo que una tormenta estival. De las primeras, porque recién era noviembre y ese año el frío había ido más lejos de lo habitual.
La tormenta había nacido en Las Salinas, con nubes negras, titilantes de rayos, y al mediodía avanzó sobre la ciudad. Allí perdió algo de fuerza en un grueso chaparrón con granizo que inundó las calles, y con más calma se dirigió hacia las sierras donde se estacionó dejando caer una lluvia suave. Eso fue por la tarde. A la misma hora en que Bruno trasponía la tranquera rumbo a su nueva casa, adonde entró por la puerta de hierro, la que daba al patio de ladrillo, para después recorrer el pasillo y llegar a la sala.
Inclinó la cabeza, apoyando la barbilla sobre el pecho y lloró. Al pasar la crisis se preguntó qué ganaba con llorar si al final de cuentas todo quedaba como antes, a no ser la imagen que tenía de sí mismo. Se dijo que lo mejor, en su caso, era enfrentar lo ocurrido. Que significaba, ni más ni menos, recordar a su esposa, de frente, sin lamentarse, y si se lamentaba, que seguro iba a suceder, aguantarse. Así colocó un disco, eligió Glenn Miller por lo mucho que le gustaba a Augusta y se sentó en una silla a escuchar y recordar: quieto, con la mirada ausente, dejando que “Serenata a la luz de la luna” hiciera su trabajo.
La noche, con algo de anticipación por la tormenta, fue cubriendo La Quinta y llegó al pozo en desuso. La Voz, convertida en un manto púrpura ondulante, ascendió hasta alcanzar la superficie. Martín se preguntó cuánto tiempo duraría la ausencia de su compañera, aunque sabía que era inútil inquietarse, pero cada vez que era abandonado sucedía lo mismo.
La Voz fue acariciada por la lluvia. Se estremeció con el contacto. Sintió placer y extendió su manto hasta el acacio gigante, la pileta y los galpones. Pensó en Martín mientras teñía el parque con luz rojiza. “Aún falta”, afirmó. “Solo se deja amar. Es testigo de mi afecto. Yo deseo que me necesite. Quiero que mi amor le doblegue el espíritu. Que le sea indispensable. Quiero que su necesidad sea igualmente grande como la de ese hombre que clama por su esposa muerta”.
Y tenía razón. Bruno recordaba a Augusta. Y la habitación, en la memoria del hombre, se transformaba en un salón de baile donde el baterista de “El Cinco Rojo” con la cabeza escondida entre los hombros, el pie derecho marcando el ritmo de los platillos, con zapatos de charol brilloso, les sonreía, a él y a su esposa.
Y también veía al pianista, con la mano izquierda apoyada en el teclado y la derecha alisándose el pelo, que de tanto fijador relucía.
Más atrás el trompetista, con distracción estudiada, como si estuviera por obligación, aunque todos sabían que no bien apoyara la trompeta en los labios nadie lo sacaría de allí. Y el guitarrista, con aire tan solemne que era imposible suponer que tocaba en el grupo.
Por último, aparecía el animador, y les hablaba a ellos, sin importarle los demás que seguramente estaban en algún lugar, pero no en el recuerdo de Bruno que Solo pensaba en Augusta, en su pelo rubio, su sonrisa perenne, su vestido floreado. Y el animador preguntaba: “¿Están listos?”, y ellos dijeron que sí.
Y el baterista les hizo un guiño, el pianista sonrió, el trompetista elevó su pulgar, el guitarrista asintió con su acorde. Bailaron. Con mucho ritmo.
Deslizándose uno al lado del otro. Con indiferencia convenida, con soledad premeditada. Acercándose de a poco. Hasta que los cuerpos se entrelazaron. Los senos de la mujer apoyados en el pecho del hombre. Hablándose con las manos, los ojos y el aliento, que era cálido como la transpiración de Augusta en la camisa de Bruno.
Así recordaba Bruno mientras bailaba abrazando el aire. “¿Qué tiene el baile?” preguntó la Voz. “¿O será la música la que logra ese efecto? Ese hombre necesita a su mujer y baila para traerla a su lado. Debo medir lo que siente. Si antes fui Laura o Stella, nada impide que sea Augusta”, reflexionó encogiendo su cuerpo, el manto púrpura, hasta hacerlo diminuto. Y la noche volvió a ser oscura, surcada por una lluvia leve, pero tenaz.
Cipriano, sentado en una silla de madera, debajo del parral para que la lluvia no lo alcanzara, con Caldo y Bastón a su lado, creyó escuchar la música del Centro Vecinal, pero al prestar atención desechó la idea con una sentencia inapelable: “No es música de esta zona”.
Yñaga, en el fondo de la propiedad, en su lugar preferido, en la compuerta sobre el canal maestro, se imaginaba dormido. Él sabía que un muerto no duerme, pero le desagradaba pasar las noches con los ojos abiertos. Entonces los cerraba y suponía que dormía.
Quizás por realizar esta tarea a conciencia escuchó la música mucho después que Cipriano. “Polvo de estrellas”, dijo sin atisbo de duda y se sorprendió. En vida, como hombre solitario dedicado a estudiarse por dentro, la música fue algo ignorado.
Pero esa noche dijo “Polvo de estrellas” y supo que ése era el nombre del tema que se colaba entre los nogales.
Miró hacia la ciudad donde un claro agujereaba el cielo encapotado mostrando en su interior puntos luminosos, distantes y firmes. “Polvo de estrellas” repitió el brujo y el claro, como una grieta, avanzó sobre La Quinta.
(*) 22da entrega