El San Luis de 1813-1816
Desde la mirada de un niño, Manuel Alejandro Pueyrredón, sobrino de Juan Martín de Pueyrredón
Por Mélody Vera (*)
Las memorias militares han sido de gran utilidad, a lo largo del tiempo, para conocer el complejo periodo revolucionario y de guerras en los ex territorios virreinales. A través de ellas, no sólo hemos podido rescatar hechos militares y políticos de relevancia, sino que nos permitieron vislumbrar situaciones de la vida cotidiana, y captar significaciones que, de otra manera, no podríamos tener conocimiento.
Este es el caso de las Memorias Inéditas de Manuel Alejandro Pueyrredón. Escritas por él mismo en su vejez, no podemos dejar de recalcar que los episodios que presentaremos a continuación no se corresponden con una redacción contemporánea a los hechos, sino que vienen cargadas de resignificaciones, tal vez adiciones, omisiones y modificaciones, que su memoria fue realizando a lo largo del tiempo. Seguramente se produjeron cambios en los hechos recordados al ir tomando contacto con otras fuentes de información a causa del tiempo transcurrido entre el pasado evocado y el tiempo en que escribió.
Dicho en otras palabras, el autor presenta una narración donde mira su pasado desde su presente, y lo significa de acuerdo con el proceso que ha vivido.
Manuel Alejandro Pueyrredón era sobrino de Juan Martín de Pueyrredón, hijo de su hermano Cipriano. Nació en Baradero, Buenos Aires, en 1802, y alrededor de diez años después pasó un periodo en San Luis. De acuerdo con lo que relata en sus Memorias, habría llegado a la ciudad a principios de 1813, y se fue aproximadamente a finales de 1816 o principios de 1817.
En su reconstrucción de esta etapa, proporciona valiosos episodios que nos permiten entrever cómo era la vida cotidiana en San Luis: la fe, la medicina, las supersticiones, el trato con el foráneo, los paisajes, las actividades recreativas, y distribución de la ciudad.
El primer recuerdo de Manuel hace referencia a su tío Juan Martín, quien en 1813 fue confinado en San Luis. Manuel explica que la familia viajó junto a su tío por el camino de postas. Cada vez que atravesaban un campo de perdices paraban para cazar, haciéndose de provisión de perdices todos los días, pues su tío era un excelente cazador.
Tanto es así que, los cocheros que los trasladaban decían que parecía “brujería”, pues les pegaba a las perdices por detrás y aun así le atinaba en los ojos, sin tener en cuenta, ironiza el autor, que las perdices vuelan volviendo su cabeza. Manuel también recuerda cuando pasaron por El Morro, ya que los vecinos se enojaban cuando veían pasar gente nueva, aunque no manifestaron ningún enojo hacia ellos.
Pueyrredón describe que las casas en la ciudad de San Luis eran todas de paja y que por las noches sufrían picaduras violentas y agudas de bichos desconocidos. A la mañana siguiente pudieron observar las sábanas pintadas de negro, y entonces supieron que eran vinchucas. En la mañana que llegaron se presentó el cura de la ciudad, el Padre Fray Isidoro González, dominico chileno, a quien describe como extremadamente gordo, excelente sacerdote y hombre muy servicial.
Fue el cura quien los ayudó a buscar e instalarse en una casa, la cual consiguió en término de una hora. La propiedad constaba de dos grandes casas contiguas, con una enorme huerta donde predominaban “monstruosas” higueras.
El cura también proporcionó muebles, los cuales consistían en sillas de banquetas, mesas de algarrobo, chuces para alfombras y unos catres. Manuel explica que este mobiliario era el único que se conocía en San Luis. La loza, cubiertos, vasos y demás debieron encargarlos a Mendoza.
Es destacable que Manuel denominaba a Juan Martín como su padre, pues “me quería como a un hijo y era el que me enseñaba como maestro y me dirigía en todo, mi padre nada tenía que hacer conmigo” (pp. 29-30).
Cuando se instalaron, varias personalidades se presentaron. Uno de los primeros fue el Teniente Gobernador José Lucas Ortiz, a quien recuerda como un hombre viejo y cojo. También se apersonó el único médico de la ciudad, don Manuel Frigole, proveniente de Andalucía, España, quien había sido pescador durante 18 años y cansado de la vida de mar, se quedó en América. Se estableció en San Luis, donde se casó y tenía numerosa familia, abrazando la profesión de médico, aunque sin preparación alguna.
El autor evoca numerosos recuerdos cómicos sobre este personaje, quien no sabía pronunciar palabras como “estómago”, “lengua” o “espátula”, y realizaba intervenciones dudosas y hasta peligrosas, lo cual ocasionaba grandes risas en la familia.
El “doctor” le había solicitado a Juan Martín que le encargase de Buenos Aires una caja de cirugía, pero éste, al pensar en los estragos que podía hacer un hombre sin preparación con un peligroso bisturí, nunca se la encargó, alegando que “no quería ser cómplice de los asesinatos que iba a hacer con ella el doctor Frigole” (pp. 31).
También se presentaba en la casa un español llamado Farrando a vender las truchas que pescaba en la Laguna del Bebedero, “río sud de San Luis”. Según Ferrando, el pescado tenía la particularidad de pudrirse muy pronto. En una oportunidad, los Pueyrredón le preguntaron por qué no pescaba en la laguna con red. A esto respondió escandalizado “¡Válgame Dios! ¿Quiere que me acerque a la laguna?”.
Comenzó inmediatamente a contar que nadie podía acercarse porque había “cosa mala” (pp. 31); que a veces salía una dama y se llevaba a la gente, o que una oleada se los tragaba. Los visitantes ratificaban los dichos del pescador, que a los Pueyrredón parecían “absurdos”, por lo que inmediatamente decidieron hacer un paseo a la laguna, a lo que se opusieron todos los presentes. Incluso se presentó al día siguiente todo el Cabildo y el Teniente Gobernador para que desistieran de su expedición.
La descripción de la Laguna del Bebedero es espectacular: miles de avestruces y liebres corrían por las playas de la laguna, donde por 16 días los Pueyrredón cazaron y pescaron, y se adentraron en el agua.
Manuel recuerda recolectar “piedritas de las que los indios labraban para flechas y algunas figuras de piedra, entre ellas una especie de flauta de piedra azul, y un loro verde, y unas piedras cuyo destino se conocía que era para cortar como hacha” (pp. 32). Mientras, los vecinos los observaban a prudente distancia, sin que pudieran persuadirlos que entraran a bolear.
Luego de un año de permanecer en San Luis, sus padres decidieron establecerse en la provincia, comprando una hacienda en La Aguadita, a una legua de la ciudad. En aquella época, Manuel ya empezaba a hacerse “mocito”.
Destaca que realizaba gran cantidad de actividad física, lo que le dio robustez a su porte. Entre sus actividades favoritas se destacaba la natación, lo cual realizaba en una represa de agua del manantial, hecha para regar, que estaba en la Aguada.
Dice el autor: “no deja de ser curioso que en un pueblo donde a veces no hay agua para beber haya aprendido a nadar, y soy tal vez el único que en San Luis se hizo nadador” (pp.33).
Uno de los hechos más significativos para Manuel en aquella época fue que cazó con piedras y puñaladas a un “león”, explicando que ese era el nombre que se le daba a los pumas en aquel momento. Cuando llegó a su casa para contar su hazaña, acababan de llegar a hospedarse varios oficiales, y todos se admiraron por lo que había hecho. Entre ellos se encontraba el General Soler, quien había sido nombrado Cuartel Maestre y Mayor General del Ejército de los Andes que se organizaba en Mendoza. Soler llegó a San Luis a mediados de noviembre de 1816.
El último recuerdo que evoca de aquella época en los inicios de su pubertad eran los bailes, los cuales eran muy frecuentes en el pueblo. Tomó conocimiento de ellos a través de los peones, y el lugar donde se hacían era en el Chorrillo, el cual se encontraba a media legua de su casa, donde se sucedían lo que denominaba “fandangos de los gauchos”.
Manuel se escabullía mientras sus padres dormían, hasta que un suceso lo hizo desistir de sus escapadas. Había llegado a San Luis dos piquetes de tropa, uno del N° 11 y otro de Granaderos para reclutar, por lo que los bailes se intensificaron.
Manuel robó un barril de aguardiente de San Juan que le habían regalado a su padre, y se escabulló con un esclavo negro a la ciudad.
Montó un caballo negro, muy arisco, y a la media legua el caballo rodó. En la caída, la botella se quebró en la mano, llenándose de tajos por los vidrios. Como le pareció mal agüero, volvió a su casa, pero se extravió, entrando por el camino “el Estanco del Rey”. Poco después, Manuel fue enviado a Río de Janeiro para que se iniciara en la profesión comercial.
Fuente:
PUEYRREDÓN, Manuel Alejandro (1947), Memorias inéditas del Coronel Manuel A. Pueyrredón. Buenos Aires: Editorial Guillermo Kraft Ltda.
(*) Artículo gentileza de Historiadores de San Luis: https://www.facebook.com/Historiadores-de-San-Luis-101157691597551