REQUIEM PARA MARIANO
Por José Villegas
Aquel atardecer del 18 de agosto de 1877 moría de viruela Panghitrus Nüru. El negociador, el buscador de la paz, el traicionado. Portaba apellido ilustre: el de su padrino Don Juan Manuel de Rosas, quien lo educó en los menesteres de los cristianos mientras vivió en la Estancia “El Pino”, hasta que un día, aun siendo muy joven decidió volver al desierto en busca de su padre el gran Payné. Don Juan Manuel, enterado de la fuga de su ahijado indio preferido, ordenó no perseguirlo. Al contrario, le hizo llegar caballadas y ganado una vez enterado de su llegada a los toldos en los que su padre verdadero lo recibía con un abrazo de “toro”.
Mariano Rosas, el compadre de Lucio V. Mansilla, muere de viruela y pena. Y mientras se adentra en el Alhué Mapu (país de las ánimas), lloran sus mujeres y sus indios, como presintiendo el desamparo, la mentira, los crímenes, el desarraigo y la humillación. Su cuerpo es acompañado en cortejo por las tribus de Ramón, Baigorrita, Epumer y Cayomuta para darle el último adiós en solemne funeral.
Tres años después, cuando los tratados firmados con Mansilla ya eran una entelequia, el Coronel Racedo profanaba la tumba del gran Cacique para regalar su cabeza al paleontólogo Estanislao Zeballos, quien contaba en su colección personal con más de 100 cráneos de indios. ¡Zeballos era paleontólogo, no antropólogo! De modo que esa colección que luego pasará al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, hubo que clasificarla dentro de la categoría “Antropología”. Tanta era la obsesión de estos “científicos” por estudiar y “descubrir” rasgos “extraños” en las osamentas de aquellos “salvajes”.
Hoy, después de largo peregrinar de sus descendientes por despachos y tribunales, los restos de Mariano descansan al pie de un monumento junto a la Laguna de Leuvucó.