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El Torino

Por Sebastián Reynoso

Las hojas se desplomaban como librándose de aquel árbol que las mantenía atrapadas, su color amarillo dejaba adivinar la estación del año en la que se encontraban, por la avenida solitaria transitaba, dicen que tras una estrella, aquel bello personaje que tuvo la ciudad de Villa Mercedes.

Esa noche estaba un poco fresca para chomba, como decían los pibes en el barrio, llegando a una zona más céntrica de la ciudad se cruzó con algunos amigos que estaban sentados en un bar esperándolo pasar como todas las noches, y allí, entre cargadas y saludos, siempre con algo lo convidaban para beber.

Sin saber quizás que aquella podría ser su última aparición en las calles de la ciudad, apariciones que estaban llenas de sorpresas, y es que en su imaginación se veía sentado en un flamante Torino blanco, auto que solo él y nadie más que él podía apreciar, los demás observaban como rodaba por las calles extendiendo los brazos, como maniobrando con un volante de automóvil, y cada vez que llegaba a un lugar en particular se estacionaba como cualquier otro vehículo.

Pero aquella noche ese flamante Torino se fue por la ruta que va directo al cielo, y no se lo volvió a ver más, tal vez porque su motor comenzó a fallar, quizás una biela, algún pistón dañado, el caso es que su motor ya no “ronroneaba” por las calles y enmudeció de golpe.

Las calles quedaron en silencio, solo el recuerdo de aquellos que lo conocieron y que contaban de su aventura con el Torino, y que lo relataban como una anécdota divertida pero con mucho entusiasmo y nostalgia.

Su recuerdo perduró por muchos años, ya que su lugar jamás volvió a ser ocupado, por supuesto que hubieron otros personajes que tenían sus  particularidades, pero pensarse con la imaginación y la convicción de él nunca. Era una fantasía llevada adelante con demasiada responsabilidad

El recuerdo vive, los niños se paralizaban al ver al hombre emitiendo sonido de motor, ¡y qué motor!, el de un Torino, que no precisamente consumía nafta sino más bien vino tinto, se llamaba Roberto Becerra, se creía y se sentía un automóvil.

Y fue la misma gente quien lo bautizó bajo el nombre de “El Torino”. Cuenta la anécdota que un día se presentó en las puertas del registro del automotor de nuestra ciudad, solicitando su patente para circular, ya que él sostenía que era un auto y quería sus papeles en orden.

Los más pillos, sobre todo en barras de muchachos, no solo le consiguieron una patente, sino que también le firmaron un cero ocho y así transitó sus últimos años, hasta ese último viaje en que no regresó.