El lancero Ayala
Por José Villegas
El doctor Nicolás Jofré, escribió en 1934, un texto recordatorio de Feliciano Ayala. El gran desconocido o el olvidado, o el ocultado. El puntano insigne.
Transcribimos un fragmento de aquel conmovedor escrito:
“Venía desde hacía años prestando servicios a su provincia. Siendo muchacho joven estuvo incorporado en los Regimientos de Dragones y Auxiliares, etcétera. En el año 1860 era gobernador de San Luis el Coronel Juan Saá, y, naturalmente, lo tuvo a su lado, como que habían servido en los mismos Regimientos. Por ese tiempo, es decir, durante el año 1860, entre los hombres de la Confederación y los de Buenos Aires, comenzaron a producirse disparidad de pensamientos, los que podrán resumirse en este juicio: Sentíase aspiraciones latentes, sordas, quizá incontenidas hegemonías, pero que iban concretándose en pasiones realizadas en violencia.
Había en Buenos Aires un periodista agitador, que estaba a la vez de ministro de Mitre, y éste era Domingo F. Sarmiento. Así fue que en la tradición de los viejos moradores de Mercedes, se supo más tarde a qué obedeció la sublevación del Coronel José Iséas.
Felipe Saá decía del legendario lancero: Ayala nos acompañó a mí y a mis hermanos, durante nuestro destierro: asimismo después de la batalla de San Ignacio, volvió nuevamente a tierra de indios: es militar valiente, formado en las fronteras, sahumado en las batallas.
Octogenario ya, conservando siempre su lanza y su sable, murió en esta ciudad en 1893, olvidado y en la miseria. Sólo se conserva junto a la tapera en donde vivió, un añoso algarrobo blanco, bajo cuya sombra solía tomar su mate, y dejar cruzar por su mente las tristes añoranzas.
Caen los viejos montoneros, aquellos que ante las amenazas de los gobiernos absorbentes, o la supresión de su libertad, prefirieron ensillar su redomón o levantar su poncho y su lanza: para combatir o para plantar su tienda en el desierto. Octogenarios casi todos, cayeron esos Coroneles, gauchos con la frente tostada por el sol, la piel curtida por los cierzos de la pampa, la testa nevada por el tiempo, y marcado el cuerpo por las balas, o su coraje, corporizado en el varón, subrayado por la punta de las picas o el filo del cuchillo.
En el lecho misérrimo y en su hora de agonía, humedecen la cuenca de sus ojos con la última lágrima y, al cerrarlos, sonríen: es que vienen a su mente tristes remembranzas del pasado, y al propio tiempo ven enjoyada de riquezas la patria amada, la patria de sus sueños.