Charles Chaplin y el dictador
El 2 de agosto de 1934, Adolf Hitler asumió la presidencia de Alemania, fusionando los cargos de presidente y canciller. Charles Spencer Chaplin lo interpretó en el cine de una manera magistral y muy diferente a la realidad siniestra que llegaría después de ese día
Por Agustina Bordigoni
“Lo siento, yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio”, dijo Charles Spencer Chaplin interpretando a un barbero judío confundido con dictador. O lo dijo, más bien, un barbero interpretando a Chaplin.
Las casualidades y las causalidades unieron de alguna manera los destinos de Chaplin y Hitler, aunque eligieron caminos muy distintos. Nacieron con 4 días de diferencia en 1889. Eso, sin dudas, fue una casualidad.
El primero, genial actor, compositor, guionista, humorista y director, famoso por sus películas y cortometrajes mudos y por su popular personaje Charlot; el segundo, un dictador tristemente célebre –sobre todo luego de que los años pasaron y se conoció el verdadero alcance de sus atrocidades–. Uno, perseguido por sus ideas supuestamente comunistas; otro, perseguidor.
Pero en algún momento, uno de ellos tomó la iniciativa de volver a cruzarse. Y eso sí que no fue casual. Por un instante ambos fueron dictadores y hombres comunes a la vez.
Fiel a su estilo de humor combinado con crítica política y social, pero rompiendo sus propios esquemas, Chaplin se aventuró en un film que lo comprometió más de lo esperado, y en el que por primera vez necesitó de las palabras para expresarse. Así nació “El gran dictador”, la película estrenada el 15 de octubre de 1940.
El triunfo de la voluntad
Según la página oficial del artista, fue en otoño de 1938 cuando Chaplin estaba dando los toques finales al borrador de su primera película hablada, y en la que, se decía, interpretaría un papel inspirado en Adolf Hitler.
El rodaje duró más de 500 días y no estuvo desprovisto de inconvenientes. En primera instancia, los productores no querían aventurarse (ni comprometerse) en invertir en una película que era una sátira hacia Hitler y Mussolini, por lo que el actor decidió emplear su propio capital para llevarla adelante.
Aún con la certeza de que el film sería censurado en muchos lugares del mundo, Chaplin decidió seguir con su proyecto y su crítica hacia el nazismo (crítica que se convirtió, en muchos aspectos, en una sátira de los dictadores en general).
Su película llegó a filmarse y a estrenarse en cines norteamericanos, pero en algunos países la obra fue conocida mucho después: en Alemania y las potencias del Eje no fue por entonces proyectada (aunque se rumorea que el mismo Hitler la vio más de una vez), tampoco en Italia (país en el que se estrenaría en 1946 pero con fragmentos censurados para no herir los sentimientos de la viuda de Mussolini) ni en España hasta la muerte de Franco, quien probablemente se sentía identificado y ofendido con los modos de un dictador interpretado por Chaplin.
El film tuvo que esperar hasta 1958 para aparecer en la parte occidental de Alemania, pero hasta 1997 para llegar a los cines de todo el país.
La película también fue acusada de plagio por algunas de sus escenas –como el famoso juego del dictador con el globo terráqueo– y se cuidó de posibles futuros juicios agregándole “gran” al dictador (el título originalmente pensado era simplemente “El dictador”).
Después de un difícil camino, Chaplin volvía a ser mundialmente famoso también por esa película.
La idea de escribirla, interpretarla y dirigirla habría surgido no solo del contexto beligerante europeo y hasta entonces neutral de los Estados Unidos (país en donde residía desde 1913), sino también de la observación. Chaplin había visto “El triunfo de la voluntad”, un film propagandístico nazi dirigido por Leni Riefenstahl en 1935. Los modos de Hitler y su forma de hablar le parecieron hilarantes, dignos de una satírica interpretación. Desde entonces pensó en esa actuación que terminaría por dejar al dictador sin ese don (el único) que le reconocen algunos historiadores: su capacidad oratoria.
Tal vez eso haya sido lo que más molestó a Adolf Hitler.
La actuación de Chaplin fue impecable: exagerado al hablar, intenso, enérgico (de más) en sus discursos. Los gestos fueron estudiados durante meses por el actor que estaba acostumbrado a interpretar a un vagabundo de buenos sentimientos, pero que no se sentía cómodo con el uniforme. Al menos así lo afirmó alguna vez.
Para mostrar al personaje del dictador (y tal vez, al dictador mismo), lo ridículo de su razonamiento, agregó algo extra en sus discursos: Adenois Hynkel –tal era el nombre del personaje en ficción que gobernaba Tomania– hablaba en un idioma incomprensible, que mezclaba términos en alemán y en inglés pero de una manera poco coherente. Así, el dictador enfurecido gritaba “cheese undcraken” (queso y galletitas), “sauerkraut” (chucrut), “wienerschnitzel” (algo así como una milanesa para nosotros) o “leberwurst”.
Adenois Hynkel era despiadado, pero también torpe e influenciable, tal como el barbero al que confunden con él sobre el final de la película. El parecido físico era desapercibido durante el resto de la historia, aunque era el mismo Chaplin el que interpretaba a ambos personajes.
El dictador y el hombre común, en definitiva, podían ser confundidos por el sólo hecho de usar un uniforme, por lo que no había casi nada de único en quien se creía el “único” dictador.
Hynkel, Hitler, el barbero y Chaplin
“Cualquier parecido entre el barbero judío y el dictador Hynkel es pura coincidencia”, avisa al principio el film. Además de hacer referencia a Hitler, los personajes secundarios también estaban inspirados en personas reales. Sus nombres eran elocuentes: Joseph Goebbels era Garbitsch (palabra que suena fonéticamente como garbage –basura, en inglés–); Herring (arenque) era el ministro de la guerra y emulaba a Hermann Goering; y Benzino Napaloni, dictador de Bacteria, que era nada menos que Mussolini. Este último es tal vez el segundo personaje más ridículo de la historia y con quien Hynkel se peleaba absurdamente no sólo por ser el líder, sino también por tomar el control de “Osterlich” (que en la película representa a Austria).
Arrepentido muchos años después por no saber en ese momento la magnitud de lo que había hecho Hitler en Alemania, Chaplin afirmaba en su autobiografía que de haber conocido a fondo la realidad no hubiera hecho El gran dictador, o al menos lo hubiera hecho diferente. Lo cierto es que el Hynkel gracioso en el film cometía atrocidades en la realidad, aunque no puede culparse a un artista por eso. Tal vez el humor dramático hubiera dado paso al puro drama, pero ese ya no hubiera sido el Charles Chaplin que hoy conocemos.
El Charles Chaplin actor dejó paso a la persona hacia el final de la película: de todos los personajes, tan pensados, hay uno sin nombre. Es difícil creer que sea ésta otra casualidad.
El barbero judío, que había pasado 20 años amnésico tras un accidente de avión durante la Primera Guerra Mundial, nunca es nombrado más que como “barbero”, a pesar de ser principal. El personaje, con gestos y vestimenta similar al vagabundo Charlot pero parlante, cumple diferentes papeles en la película: soldado ingenuo, torpe barbero y dictador. Claro que con éste último es confundido sin saberlo siquiera. Consciente de no poder hacer el papel de aquél que –se había enterado hace poco– los quería exterminar, el barbero da paso a Chaplin, que es quien habla hacia el final.
Durante cinco minutos, sin un atisbo ridículo y casi sin pestañear, Chaplin habla con el espectador sobre la dictadura de la ficticia Tomania, y en definitiva, de todas las dictaduras, de los dictadores y de la naturaleza misma del hombre.
“Si quieren conocerme, vean mis películas”, dijo alguna vez. Nunca, más que en esta obra maestra del cine, tuvo tanta razón.