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Terapias alternativas

En Corea del Sur existen centros de rehabilitación para personas adictas a internet y al celular. Según las cifras oficiales, más de 140.000 adolescentes en ese país padecen esta adicción, que los conduce a perder la noción del tiempo e incluso a dejar de cumplir con sus necesidades básicas como comer y dormir

Por Agustina Bordigoni

El pasillo es largo, interminable. Cuentan que por las noches los sonidos de notificaciones (la prueba más notable de la abstinencia) a veces no te dejan dormir.

Todas las puertas están cerradas. Llegamos a la última, a la mía. Mi futuro acompañante lee, un poco nervioso. Le tiemblan las manos. Somos los últimos en entrar, no se sabe si los primeros o los últimos en irnos. Quise quedarme aunque sea con la funda pero no me dejaron.

Los enfermeros se van, quedamos solos. No hay diálogo, no nos conocemos. Sería todo más fácil en el mundo virtual, uno puede decir lo que piensa y desatar sus furias más oscuras bajo el anonimato. Ahora somos anónimos también, pero es diferente. 

Mis bolsillos se sienten raros. 

—No te preocupes, es normal —por fin me dice.

—¿Cuánto hace que estás acá? —me apresuré a preguntarle antes de que la conversación se acabara.

—Unos cuantos días, pero este retiro no dura más de unas semanas.

Parecía que mi compañero se había aprendido todo el discurso de nuestros especialistas. La terapia incluía conversaciones cara a cara, juegos de mesa, lecturas, tiempos compartidos. No parecía tan terrible.

A veces, además de las tormentosas notificaciones nocturnas, sentía el terrible deseo de llamar, de escribir un mensaje, de sacar una foto para subir en las redes sociales. ¿Quién se iba a enterar de todo lo interesante que estaba viviendo? ¿Para qué lo estaba experimentando entonces?

Después de varios días lo entendí. Y casi dejé de estirar mi mano hacia la mesa de luz  buscándolo por las mañanas. La hora estaba en el despertador, el clima no importaba mucho y si nadie me había llamado al teléfono fijo o venido a verme, entonces no era importante ni urgente.

Los días pasaron sin stickers, sonidos, fotos, ni mensajes de WhatsApp. Y pasaron, porque a pesar de que parezca increíble, se sigue viviendo. De hecho, nunca me había sentido tan libre.

Mi compañero se va. Su terapia fue un éxito. Dijo que volvería a su antiguo aparato sin tanta tecnología, de esos que sirven solo para llamar y recibir llamadas. Espero en pocos días llegar al mismo punto.

Otra vez se abre la puerta. Mi nuevo compañero de habitación no para de tocarse los bolsillos. Dejo de leer por un segundo y le digo:

—No te preocupes, es normal.

Después, la conversación sigue el curso esperado. Le cuento mi experiencia y le doy consuelo con las mismas palabras de los especialistas: las noticias están en el diario que nos traen todas las mañanas; la temperatura, al abrir las ventanas; tus amigos, a la salida del edificio (aunque si tenés suerte, algunos te vienen a visitar); para pedir ayuda basta con llamarme a mí o a los enfermeros, acá hay una cosa llamada timbre y también cámara de fotos de las antiguas (de esas que retratan solo lo verdaderamente importante). Para hablar estamos nosotros. Si nos miramos a los ojos es mejor, aunque eso lleva unos días. Tal vez cuando lo consigas, estés listo para volver a casa.

Ya es mi turno de irme. No sé bien qué hora es, ni pude preguntar quién estaba afuera esperándome. La sorpresa será mi mayor recompensa.

En Corea del Sur existen centros de rehabilitación para personas adictas a internet y al celular. Según las cifras oficiales, más de 140.000 adolescentes en ese país padecen esta adicción, que los conduce a perder la noción del tiempo e incluso a dejar de cumplir con sus necesidades básicas como comer y dormir.

En los centros las reglas son muy estrictas y los teléfonos no están permitidos. El objetivo último es que los jóvenes salgan del mundo virtual y conozcan, de una vez por todas, cómo es el real.