De la belleza de los días
Daniel Alberto Casas
Y yo me pregunto si realmente estoy bien. Comienzo por un sol. Lo dibujo lento y cubista. Ese sol me marca con unos rayos verdes porque no sería un sol especial si no fuera verde.
En la calle veo abismos en donde se deleita la soledad y me pregunto si estoy bien o simplemente si puedo llegar a mí mismo. El día anterior evité como pude una sonrisa por una persona muerta y las miradas inquietantes de los demás me hicieron pensar en mi proceder, pero hoy me olvidé del muerto y de su indigna vida, como así también de sus muchas miserias. Esas convenciones que presentan a la muerte como algo triste me aburren y me hacen preguntarme si estoy bien.
Entonces salgo al trabajo y me encuentro de nuevo en las veredas de la peatonal esquivando pozos depresivos. Me voy moviendo casi con facilidad y llego con la elasticidad de un atleta a los cerrados claustros de la oficina de correo. Mi jornada empieza en la exactitud de las ocho de la mañana, pero el protocolo indica que debo llegar antes, al menos a las siete y media. Ya estoy aquí y me cubro el rostro con la máscara que requiere el trato con la gente común.
Poco a poco dejo pasar el tiempo registrando códigos y sellos, pero la verdad que lo mío es resultado normal de la inercia. Una carta por aquí, una firma por allá.
Maquinalmente se sucede la mañana y me sucede el desayuno y también sucede, por qué no, la vida.
No me siento feliz en mi trabajo pero de todas maneras nunca escuché a nadie decir que su trabajo lo haga feliz, solamente a los artistas que incluso creo que mienten.
Yo me conformo mientras pueda comer, pueda ir al teatro o al cine y comprarme algún libro que acompañará un café tibio de vez en cuando, conformando así una especie de utopía en miniatura que me produce algo muy parecido a la felicidad.
No creo que las demás personas piensen en mí. Mejor dicho, no creo que las personas de verdad sacrifiquen minutos de su vida para pensar. Igual me he resignado a vivir sin ser extrañado lo cual brinda al olvidado la invalorable ventaja de no extrañar y poder olvidar sin temor.
Pero ese día es realmente hermoso. La temperatura es tan perfecta que me permite silbar mientras aplico sellos y firmas una canción que suena como la última canción de un disco que a uno le gusta mucho. Al menos tiene esa nostalgia que la hace única y en mi silbido aparece como una pintura expresionista, ambientando con el zumbido agrio a los demás rostros que cuadran casi exactamente en la pintura. Como por ejemplo Antúnez.
El tipo ese parece una pintura de Gorriarena, apartado en su box, con cara de pesadumbre y ojos extraviados, seguro pensando en sus cinco hijos, uno de los cuales es su orgullo porque está jugando en la reserva de Amalia. O Sarita, siempre con su gesto de mala noche, mezcla de tristeza y asombro casi idéntica a la Carlota Corday de Edvard Munch en una de las Muertes de Marat. Hasta uno, que no tiene ningún sentimentalismo en particular siente, al menos, lástima. Para qué hablar de los carteros.
Sus caras de cansancio retratan perfectamente la aceptación de sus respectivas condenas. Nunca pensé en todo esto, siempre he intentado no caminar sus caminos y pienso que en cierta forma lo he logrado. Pero la presunción es amiga de la mentira y no hay nada más triste que una mentira dirigida a uno mismo desde uno mismo. Solamente estoy tratando de ser feliz que no es poco trabajo.
Pero en ese día nada puede ser del todo malo. Incluso volvían a mí esas ganas de cometer un delito cruel que he sentido otras veces. Algo sin morbo, pero con mucho aspecto de perversidad. Recuerdo que cuando niño pensaba en esto desde la inocencia y me excitaba pensar en los ojos atemorizados de alguien inferior a mí, rogándome entre miradas aterradas que cesara algún suplicio violento, o alguna tortura psicológica.
Pero eso era más que nada una fantasía. Cuando se acerca alguna persona a la ventanilla, consideré muchas veces la posibilidad de cortarle un dedo con la trincheta y colocarlo en un sobre que será destinado a algún país extranjero. Pienso estas cosas con lujo de detalles. Me imagino la sangre chorreando de la falange o saltando en hilos tenues sobre el vidrio de la ventanilla con breves interrupciones que van dibujando figuras rojas y rosadas de rasgos surrealistas y me sonrío con placer, mientras el aludido en mi pensamiento se marcha contento con sus diez dedos en las manos y hasta creyéndome simpático.
Pero ese día es tan hermoso que soy capaz de no volver al trabajo después del almuerzo sólo para no darle el gusto a la oficina de atrincherarme por la fuerza bajo sus techos mohosos y tristes. Sin embargo, debo confesar que he disfrutado la mañana con mi canción entre los labios y el cigarrillo de la salida; fumar mientras algún patán de la cuadrilla de carteros se ha mofado de que mi equipo perdió contra el suyo el clásico de la ciudad, pensando que eso provoca en mí algo de ira.
Yo para no desanimarlo siempre lo contradigo y simulo enojo porque seguro eso le ameniza el día y siempre está bien hacer algo simple por los demás y verlos sonreír, aunque sólo sea para confirmar su estupidez y asegurarme de seguir siendo más consciente, digo, más consciente que un cartero. De hecho también tengo, aunque lo niegue ese lado solidario inherente a todo ser humano, especialmente al argentino. Esa esencialidad que constituye una característica humana tan natural y tan mezquina que consiste en hacer algo por los demás para sentirse bien uno, o bien, para demostrarse a uno mismo que siempre hay alguien peor que uno. Consuelo de tontos, que le dicen.
La tarde ha comenzado de nuevo y estoy pensando en mudar de actitud porque ya me iba pareciendo sospechosa toda esta alegría justificada en una canción y un par de sentimientos inmorales. De hecho, creo que es mejor ser acción que discurso. Actuar. A lo loco y sin pensarlo. Por eso recurro, y no para justificarme, a la acción como prueba de cualquier pensamiento. Tengo que crear, como los artistas, y sólo encuentro una manera: actuando. Basta de tanto fetiche y fantasía, quiero llevar al mundo al nivel de los hechos y de las acciones, aunque a alguno le cueste más que a otros.
Ese día era tan hermoso y tan fresco que sentía miedo que no se repita y yo me esté perdiendo de algo especial. Tomo con calma el candado de la puerta. La sala principal del correo está llena de gente de todas las edades y formas y colores. Es perfecto, nada más democrático.
Me acerco al gran portón de dos hojas de la entrada y mientras algunos transeúntes me miran sorprendidos, los ocupantes del interior observan las puertas que se van cerrando con resquemor, pero sin sospechas. Uno de mis compañeros se levanta de su asiento y mueve la boca, seguro está diciendo algo pero no viene al caso que lo escuche ni que usted lo sepa.
Antúnez continúa en la incertidumbre de sus días sin prestar más atención a nada, Clarita mantiene en su rostro el gesto eterno de mujer golpeada y todo se va pareciendo cada vez más a una película de ese director francés del cual nunca recuerdo el nombre. Entonces como si nada sucediera, porque en realidad nada sucede del todo, tomo del gabinete de seguridad la pistola calibre treinta y dos y de un estuche saco una nueve milímetros que seguro es del guardia de la noche.
Cuando puedo empuñar ambas, una en cada mano (nunca pensé que fueran tan pesadas) me despacho con unos tiros con una certeza que me asombra. Las explosiones me dejan perplejo por un momento, pero al observar la belleza del momento y los movimientos de los cuerpos que caen con un destello rojizo, revivo del pequeño desvanecimiento y me devuelvo de un salto a la realidad.
Otros varios tiros impactan con una bestialidad hermosa en las caras y los cuerpos de las personas que comienzan a correr como si fueran a escapar. Seguro que en ese momento piensan que yo soy un loco o un terrorista, pero si ellos pudieran detenerse y encontrar ese segundo de fuerza estética entre los cuerpos sanguinolentos se verían a sí mismos en su verdadero morbo y en su triste realidad. ¿O acaso es mejor verlo en televisión? Menos discurso y más acción.
El arte es una forma de actuar y la moral no tiene un efecto estético sobre la sangre derramada, como Los fusilados de Goya, eso es el morbo y la fetichización transformados en el más hermoso cuadro que se pueda hacer. Mis fusilados fueron un segundo o más segundos hermosos cuadros, me podría haber fotografiado con ellos, pero luego de terminada la sublime escena pasó de golpe el tiempo y llegaron cámaras de televisión y periodistas que minimizaban el hecho llamándolo masacre o múltiple asesinato porque ellos con su presencia iban de a poco quitando belleza a ese imponente escenario de la vida real.
La vida de Antúnez quedó en la historia y pasó, al menos en mi mente, dejando algo más que un hijo jugador de un equipo de mala muerte, y Clarita encontró una razón de ser para su cara de temor y asombro, y su rostro muerto resultó ser más bello y admirable que el de toda su vida, nadie se atrevería a golpear ese rostro, ni siquiera su marido.
Cuentan los demás que yo sonreía mientras disparaba, pero yo no lo recuerdo porque mi gozo era interior y mi obra me satisface desde lo íntimo, sin alardes. Para qué alardear de algo que convencionalmente es triste para otros, como ya dije antes, mi esencia fraternal no me permite disfrutar del dolor ajeno y trato, aunque sea por medios particulares de mejorar la vida de los demás.
Ese día era tan hermoso que no creo que se repita. Igual si lo hubiera, nadie lo podría apreciar, porque los días hermosos no son para la gente fea y triste, son días fenomenológicos y el mundo no está preparado para algo tan inmensamente perfecto. Pero créame, señor juez, que nadie está preparado para los rayos de un sol verde. Nadie, ningún ser humano está preparado para la belleza de los días.