Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

Casa Chica

Pablo Natalio Garay Hernández

La arena acumulada sobre el borde de la calle de tierra se resistía al avance de las ruedas medio desinfladas de la bicicleta bordó, pero tan pronto como estas intentaban huir a la zona dura del centro del camino, el retumbar de algún vehículo las devolvía asustadas al agotador pero seguro trajinar sobre la arena.

La frente del jovencito paliducho chorreaba sudor y su boca peleaba con el aire mal respirado que entraba y salía por ella a los apurones. Sus piernas, dobladas más de la cuenta en aquella bicicleta que hace rato ya le quedaba chica, se tornaban cada vez más duras y eléctricas con cada nuevo y lento pedalazo. 

El equilibrio era una cuestión de milagro, pues iba agarrado al manillar solamente con la mano izquierda, mientras que con la derecha iba peleando con el peso caliente de una abultada bolsa de arpillera apoyada sobre la espalda que se doblaba formando una joroba. 

Pero si no pensaba en la bolsa, en el calor que desprendía sobre su lomo, todo seguiría bien. Su mano izquierda le ayudaba a eso, pues le obligaba a estar siempre atento a ella. No importaba el cansancio, tenía que apretarla con fuerza al manillar sin soltarlo nunca para no caer. 

Tampoco podía olvidar frenar cuidadosamente, pues combinar el freno delantero con la pequeñez de la bicicleta tendría como resultado terminar con el cuerpo lacerado contra el piso y con la bicicleta a cuestas como un caracol. Pero el calor. Pero el aire caliente que le rebotaba en la garganta pero no entraba. Pero los clavos que más y más se multiplicaban en sus piernas. Pero por sobre todo el calor y la incomodidad del peso de la bolsa en su espalda, pero que si intentaba acomodar seguramente iría a parar al piso. Y la pequeña loma que parecía eterna para la pequeña bicicleta bordó sobrecargada y a medio enterrar en la arena. Pero, detenerse, detenerse. 

Detenerse y después mentir. Detenerse o seguir un poco más. Solo un poco más. Pero, pero…El peso se suspendió de pronto de las piernas y solo quedó el ahogo clavado en la garganta. La bicicleta amagó con detenerse en la cima de la loma. Las piernas, sin más remedio, vapulearon una vez más. 

Todo se tornó levemente boca abajo y la brisa de la velocidad comenzó a pegar. Cerró los ojos y se dejó ir en la bajada, por el centro del camino, mientras los temblores en el cuadro al pasar entre los pozos y el balastro trepaban hasta las nalgas y la mano izquierda, que se agarraba ahora más fuerte que nunca. 

Pintura en acuarela de Yulia Bachinskaya. 2017

La bolsa rebotaba levemente contra su espalda, pero con la velocidad solo aumentando no tenía cuerpo en ese momento para detenerse a pensar en ella. Como pudo se contuvo de frenar, pues irremediablemente se iría de cabeza si lo intentaba incluso mínimamente. 

El corazón se le escapaba del pecho, pero la calle llana ya estaba cerca. Un último sobresalto con el crujido de las placas de portland del puentecito que inauguraba la zona chata y pudo volver a respirar. 

Ahora sí, pedalazos lentos pero efectivos. Todo se volvía más fácil y ya estaba muy lejos. Podría dejarla ahí. Pero las viviendas de Los Arrayanes de fondo. Un poco más y llegaría a donde su madre lo había mandado. Si se detuviera ahí, ella no se enteraría y era suficientemente lejos, pero un poco más y no tendría que mentir. Y las piernas empujaron.

Como pudo, se bajó de la bicicleta sin soltar la bolsa que parecía cada vez más pesada y pasó de la arena de la calle al pasto del enorme terreno alambrado. Se metió entre los hilos de alambres y con esfuerzo pasó luego la bolsa por encima. 

Se distrajo por un instante observando que el terreno era más bajo que la calle, pero prontamente volvió a su faena, avanzando y dejando la calle atrás, a varios cardos y también a una etiqueta de Coca-Cola amarillenta de descolorida. Allí estaría bien. 

Dejó la bolsa en el piso con el cuidado que pudo, aflojó el nudo de la tanza hasta quedar prácticamente desatado, se paró, se dio la vuelta y presuroso emprendió la retirada. Subió a la bicicleta sin siquiera pararla y, sujetándola del manillar, tiró de ella cuán rápido pudo, haciéndola girar y dejándola en dirección a su casa. Sintió el impulso de mirar hacia el terreno, pero desvió la mirada hacia el encandilante sol de la una.

Seguramente su padre ya habría llegado a casa del trabajo y estaría sentado esperando para comer. 

Sintió el impulso de mirar hacia el terreno, pero empujo para dar el primer pedalazo. Pesado y lento se resistió, pero aun así, entre tambaleos, la bicicleta comenzó a avanzar. 

Exonerada ahora de la sobrecarga y estable con las dos manos en el manillar, el segundo pedalazo llegó ya casi sin dificultad.

Tercer pedalazo, pero el impulso de mirar hacia el terreno. Cuarto pedalazo, y la mirada torcida por sobre el hombro. La bolsa marrón de arpillera que se abría y uno a uno los pequeños gatitos saliendo de ella, que ya comenzaban a maullar.