Expresiones de la Aldea, San Luis

El teléfono

Jorge Eduardo Lenard Vives

Ese objeto incongruente no debía estar allí. Bajo el sol calcinante de la meseta, las ventanas de plexiglás de la cabina de teléfono despedían chispas de luz. El hombre lo contempló azorado.

Estaba marchando desde la mañana del día anterior, cuando su chata lo había dejado tirado en una apartada huella que atravesaba el erial. Intentando alcanzar una estancia que suponía próxima, había errado el rumbo y se perdió en el desierto.

Se había largado a caminar, sin comida ni agua, con la intención de llegar a un sitio habitado; pero a la noche había tenido que dormir a la intemperie, en medio del campo y esa mañana, temprano, había reiniciado la marcha.

En todo ese tiempo no había encontrado rastro alguno de vida humana. Y ahora aparecía esa insólita cabina telefónica allí, en medio de la nada.

Se acercó y tocó las sólidas paredes de plástico y metal. Aunque su razón le imponía la idea de que no podía ser cierto lo que veía, el cubículo era real. Abrió la puerta y tomó el auricular del aparato. Lo sintió firme en su mano. Al llevárselo al oído comprobó que tenía tono.

Sin dudarlo, sin perder tiempo en reflexionar sobre si aquello era o no una ilusión, un mero fruto de su magín, marcó el único número que conocía de memoria: el de su casa.

El corazón se le aceleró pensando que en unos instantes más atendería su mujer. Podría explicarle dónde se hallaba; alguien vendría a rescatarlo y esa pesadilla terminaría. Sin embargo, el teléfono sonaba pero nadie contestaba. Exasperado, lo dejó llamar varios minutos más; hasta que la línea quedó en silencio.

Colgó violentamente. Enseguida se arrepintió de haberlo hecho, dándose cuenta de que con su brusquedad podría haberlo roto. Debía calmarse, no era para enojarse tanto. Tal vez su mujer se había ausentado de la casa, tal vez estuviera conferenciando con las autoridades para imponerlas de su desaparición y organizar su búsqueda; pues ya debía haber notado lo anormal de su ausencia. Llamaría de nuevo, un poco más tarde.

Para colmo no tenía presente ningún otro número. El único que siempre recordaba era ese; por la habitualidad con que debía colocarlo cuando completaba algún indiscreto formulario.

El resto de su agenda estaba en el celular que ahora llevaba en su bolsillo, inútil por falta de carga. Trató, infructuosamente, de acordarse de alguno; pero era imposible. Estaba acostumbrado a llamar apretando el nombre de sus contactos en la pantalla.

Había dejado pasar unos minutos, que le parecieron horas, cuando intentó de nuevo. El teléfono sonó, una, dos, tres… cuatro veces… En eso sintió que, del otro lado, alguien levantaba el auricular.

«Nunca solo», por Philippe Sainte-Laudy.

– ¡Hola! ¡Hola! – dijo, excitado.

– Disculpe, pero se oye muy mal – escuchó con claridad la voz de su mujer.

– ¡Hola! ¡Hola! ¡Carmen! ¡Soy yo! – gritó con tono desaforado.

– No se oye nada – repitió su esposa, con la entonación habitual de quien se siente ofuscado ante una llamada desconocida e ininteligible. Y luego el sonido de que cortaba la comunicación.

– ¡Carmen! ¡Carmen! – gritó un par de veces más delante del micrófono, hasta que entendió la inutilidad de su esfuerzo.

Colgó el aparato para recuperar el tono. Dejó pasar unos momentos y lo volvió a levantar. Presionó las teclas… 0280… 4300… Comenzó a sonar el tono de llamada. Al cabo de unos pitidos, se escuchó de vuelta que estaban alzando el tubo.

– ¡Hola! ¡Carmen! ¡¿Me escuchás?! – vociferó.

Nadie respondía. Iba a volver a hablar cuando escuchó una voz desconocida, profunda y gutural.

– ¡Insensato! – dijo la voz – ¡Ya estás muerto! – y luego dejó escapar una carcajada despiadada que siguió sonando mientras el auricular, que el desdichado viajero había soltado como si le ardiera en la mano, se balanceaba al extremo del cable.

Entonces, de a poco, la cabina comenzó a difuminarse; se fue transformando en una anómala niebla bajo la radiante luz que bajaba del cielo despejado.

El hombre, al ver esfumarse el teléfono, perdió toda esperanza y sintió que el agotamiento de la penosa marcha, hasta ese momento ignorado por la excitación de su posible salvación, le caía encima, como un pesado y espeso manto tejido de cansancio.

Quedó tirado inerte sobre el suelo reseco, incapaz de moverse; hasta que unas horas más tarde, cuando el sol comenzaba a caer detrás del horizonte, terminó de escapársele la vida.