Expresiones de la Aldea

El escribidor

Eduardo Antonio López

De los escasos volúmenes que persistían en quedarse en los anaqueles de la biblioteca, único entretenimiento que le fuera permitido, eligió uno de regular tamaño. Pudo, como tantas veces, haberlo elegido por el color del lomo. Esta vez no. El tamaño fue lo que atrajo su atención. Se acomodó en el único sillón que quedaba en aquel sector de la abadía, la torre negra. Todavía lucía, además de los hoyos producto de las certeras bombardas francesas, la negrura del hollín del último incendio.

Acercó el candil, el título y el autor, a priori, no le dijeron nada. “Vestigio de las sombras” – “Ecuaciones de la intriga”, no recordaba haberlo leído nunca, tampoco al autor: Ildegardo Sósero, prior que oficiara su labor hasta no hacía muchos años en tierra de Indias, hasta que una flecha empapada en curare lo elevara al Cielo.

El golpe seco dado a la puerta de madera añosa lo sacó de la lectura apenas iniciada. Esperó un momento, tal lo acordado con el Abad veinte años atrás. No se llevó ninguna sorpresa cuando vio en el suelo la escudilla con el sempiterno  trozo de pan, una manzana y una copa rebosante  de vino negro. A un costado una vasija con aceite combustible.

Dejó el libro a un costado. Se dedicó a la cena frugal. Con la uña del dedo índice de la mano derecha cortó con habilidad de cirujano, o de inquisidor, la manzana a medio pudrir. Con el pan duro repitió la operación con ligereza, sus convidadas, las ratas, lo esperaban. Tan inteligente se las presume y, sin embargo, siempre una caía en la trampa. Con la misma uña, el enclaustrado, la clavaba en un resquicio de la pared. Le encantaba verlas agonizar, escuchar sus chillidos eran música para sus oídos. Reía como poseso ante la desbandada de las demás. Para asegurarse la muerte del roedor incauto le bastaba con una trompada en la cabeza del animalito. Lo desmembraba sobre la tosca mesa, hacía un mazacote de carne y pelos, disfrutaba cada bocado.

Del libro elegido aprovechaba el prefacio, que tenía por costumbre no leer nunca, como si algo lo apurara. Con ese par de páginas se limpiaba manos y boca. El vino lo disfrutaba a sorbos. Los desperdicios iban a parar a la letrina, un oscuro agujero en un rincón que comunicaba con el exterior. Un ventanuco le permitía ver la campiña y la labor de los labriegos. Una forma más de sentirse preso. Los años no habían disminuido esa forma sutil de tortura.

En los primeros años de prisión se las había ingeniado para medir el tiempo. La luz que entraba o no por el ventanuco y su reflejo en el piso de piedra, fueron el método más sencillo que se le ocurriera. Ya no se molestaba en hacerlo, las noches y los días eran un continuum. Tampoco le traían, como antes, una vez al año, una prostituta pueblerina para satisfacer sus necesidades viriles. La última, no recordaba cuándo, había salido de la torre negra sin un mínimo rasguño.

Mientras los ojos le cumplieran, continuaría con su entretenimiento. Lo que no pudiera leer, lo imaginaría, había pensado, no sin cierta lucidez, alguna vez.

Satisfecho su apetito animal, retomó su lugar en el sillón curtido. Le echó una mirada al nombre de los capítulos, reparó en uno, casi al final de la edición: El espíritu de las cosas. Paseó la mirada por algún otro: La naturaleza de las cosas, El origen de las cosas, Las cosas y su devenir. Pensó que nada aprendería de tales líneas, tampoco del elegido. Movido por la curiosidad se dedicó a ese.

Ilustración de Saman Kazemi.

Contradecía todas sus creencias, todas sus no creencias. Ilustrado, hasta donde la memoria le alcanzaba, en la alquimia, la cábala, el espiritismo y otras ciencias ignoradas por el común de los mortales, El espíritu de las cosas, desde el título, mereció su repudio, como si todo lo estudiado hasta el momento le resultara, en cierta manera, oprobioso. ¡Las cosas no tienen espíritu! se escuchó decir, también al eco de su voz cascada. Voz ésta que sus oídos redescubrían. Un acto reflejo lo llevó a entonar unas décimas profanas en el lenguaje de los clérigos. Lo invadió algo parecido a la alegría, cuando, desde el ventanuco blasfemó a la luna a los gritos y a su propia suerte. Tales esfuerzos consumieron su energía. Por esa noche, prefirió el jergón. El frío que llenaba el claustro no lo afectaba, las costras de mugre adheridas a la piel más lo abrigaban que las vestiduras raídas. Antes de sumergirse en el sueño profundo, observó la danza de las sombras emanadas de la escasa luz del candil.

Al despertar notó mayor oscuridad. No supo, ni le interesó, si era la misma noche o se había pasado todo un día dormido. No sintió mayor apetito, abrió la puerta, a la que nunca le echaban cerrojo para que en algún momento intentara escapar y así despacharlo de una vez, comprobó que sí, había dormido toda la jornada. De no haber sido así, la copa, en lugar de vino contendría agua sucia. Tampoco había escuchado que retiraran la escudilla de la noche anterior. Volvió a invadirlo la alegría, seguramente antes de dejarle su ración habrían comprobado que aún permanecía vivo. Otra vez la muerte lo ignoraba. No por eso su estado de bienestar se truncó, pegó unos pocos saltitos con sus pies descalzos, los pocos que pudo dar como si de un baile palaciego se tratara.  

Se detuvo un momento para estrellar la copa contra la pared de piedra a ver si algún espíritu despertaba, consciente de que nada notorio habría de ocurrir ¡El espíritu de las cosas es un postulado falso! se gritó y cayó de rodillas a rezar maldiciones al Dios esquivo y sus demonios carceleros. No logró más que perforar la costra de sus rodillas y verter su sangre, tampoco reconoció los sonidos que su voz áspera no dejaba de emitir aunque entendió palabra por palabra. Escuchó, dentro y fuera de su cabeza, el mensaje claro, la orden suprema.

Acometió con frenesí la labor conminada. Nada alteró su ritmo desorbitado. Tampoco el hecho de que las páginas del capítulo elegido estuvieran en blanco, si era él quién debía completarlas. La copa, su sangre y la uña, fueron su pluma y su tintero. Escribió a borbotones, desangrando de un solo trazo párrafos enteros. No alcanzaba a leer lo escrito para retomar sin pausa la tarea reveladora. El instinto clerical lo llevó a imaginar que había versado sobre el bien y el mal, de cómo reconocer la diferencia, de sus favores y sus riesgos, del hombre y la mujer, de los secretos de la fe y de la ciencia, de lo elevado y la bajeza. No ahorró palabra alguna para descifrar el código selecto que le ordenaran. Se desvaneció al momento de garabatear su firma.

A los tres días de no haber retirado la escudilla delante de la puerta, la abrieron. La luz del día, escasa, se esparció por el ambiente, dejando descubiertas las páginas manchadas y el estado del preso. Poco tardaron en no mover cosa alguna de su sitio. Cerraron la puerta con un grueso cerrojo que jamás debería ser abierto. 

La noticia para el Abad fue tan clara como concreta. El espíritu de las cosas lo abandonó, le dijeron.