Querido Diario…
Por Leticia del Carmen Maqueda
Cuando mucho es el camino recorrido en el sendero de la vida, los
recuerdos de estaciones de vida transitadas hace tiempo, suelen asomarse a la memoria y traen perfumes, sonidos, voces, imágenes que vívidamente vienen a nuestro presente. Como un modo de que no vuelvan a desaparecer en la bruma de la memoria antigua, he ido escribiendo algunos.
Los comparto porque pienso que quienes vivimos un San Luis que ya no existe, en el que se mezclaban usos y costumbres que pertenecían a siglos diferentes, es probable que lo que recuerdo haga eco en otros y les traiga a la memoria experiencias de vida parecidas.
Tal vez les evoque aquel concepto de familia ampliada, muy común en tiempos de mi infancia, y que involucraba no solo el núcleo familiar pequeño sino también a abuelos, tíos y primos con los que se compartía la vida.
Van entonces estos recuerdos para ayudar a recuperar un mundo desaparecido que fue bello y es parte de nuestras vidas.
Del “QUERIDO DIARIO” de la infancia
Desde pequeña me gustaba escribir y llevaba un diario. De esos recuerdos fragmentados que fueron escritos con torpe pensamiento y lenguaje infantil, he recogido algunos que al redactarlos nuevamente he tratado de respetar aquel modo de hablar y pensar de la infancia.
Me gusta jugar a la maestra. Debajo del parral siento a todas mis muñecas porque ellas son mis alumnas. La negra Dorotea, Pusy la de cabeza de madera, Mary Cris, que tiene medias de hilo y tapado con gorro de piel blanca, y mi preferida Roberta, de cara redonda pintada, el cuerpo de trapo, las piernas de tela rayada y los pies de terciopelo negro. No es bonita pero es la que más quiero y siempre está conmigo. Por eso la siento adelante, es mi mejor alumna. Mi madrina que también es maestra me presta las láminas que ella usa en la escuela y yo enseño, la granja, la forma de las plantas, les cuento historias bonitas a mis alumnas, pero historias completas, no como esas de las practicantes de la escuela a la que yo voy, que empiezan diciendo “Había una vez…” y en la parte mejor nos hacen sumar, o restar, porque resulta que todo es una mentira para que nos portemos bien y saquemos las cuentas.
Yo cuento historias lindas que no aburren, porque lo más lindo son los cuentos. También doy clase de lectura con libro y todo, porque como mi abuelo es inspector de escuelas, le llegan muchísimos libros de todos los grados y me los presta para dar mis clases.
Ya leo bien, me gusta y practico mucho eso de leer en posición y en voz alta fijándome bien en los puntos para levantar la vista como enseña mi señorita y en las comas para dar expresión como me lo dice Chiche Movsichoff que me da clases de declamación y lectura. Pero a mis alumnas les enseño también a leer para adentro sin mover los labios, solo con los ojos que es re-difícil pero mejor porque uno puede leer sin que los grandes te digan que dejés de “escorchar”.
Cuando me canso de dar clase doy recreo porque el recreo es de las cosas más lindas que tiene una escuela y si es la tarde me voy a tomar la leche con Toddy y cuatro cucharadas de azúcar.
A mis alumnas nunca les doy el té con leche ni tampoco les hago hacer punto París que son las dos cosas más horribles de la vida.
Cuando sea grande quiero ser maestra y daré clases solamente de cuentos. Después seré inspectora como mi abuelo para que me envíen muchos libros de lectura y como voy a mandar a las maestras, los recreos van a ser bien largos para jugar al tejo, a la víbora del amor, a la policía salvada y a la viejita de los pájaros sin interrumpir.
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Niña posando para el fotógrafo, en San Luis de 1920. Foto: José La Vía.
La hora de los deberes
En el cuarto de planchar, la luz débil y fría de los atardeceres de invierno se filtra a través de los vidrios de la puerta.
En un rincón, la ropa apilada despide olor a sol y viento. Sobre una mesa contra la pared, una radio cuadrada y grande deja oír los sones de los tangos del “Glostora Tango Club”y a continuación los episodios de los “Pérez García”. Allí despliego mis útiles escolares. El cuaderno Rivadavia de tapas duras forrado prolijamente con papel azul araña, el tintero involcable junto al limpiaplumas que mi madrina me confeccionó con retazos de tela, y la lapicera con pluma cucharita que más adelante reemplacé por la “Tintenkuli”, admiración de mis compañeras de grado.
En el centro de la habitación, el brasero quema cascaritas de naranja.
La hora de los deberes tendrá siempre en mi memoria esa luz fría de la tarde y el aroma a naranjas y lápices de colores.
Los veranos en la Casa
Los veranos eran, en aquel tiempo, interminables, sinónimo de sombra de parral, de damascos olorosos que venían de las quintas en canastos y de juegos con agua.
Por las mañanas, la frescura del día recién nacido se recogía y se guardaba detrás de persianas bajas y puertas cerradas que dejaban en semi penumbra grata las habitaciones de techos altos.
Temprano, llegaba la barra de hielo destinada a la heladera de madera color crema en la que se refrescaban las bebidas.
Las horas eran para jugar, con hermanos, amigos del barrio y los primos de Mendoza que venían todos los años al iniciarse el verano.
Después de almorzar, había que cumplir con el rito de la siesta por el cual se nos obligaba a acostarnos al igual que lo hacían los mayores. Era esa la hora del sonido de talones descalzos sobre los pisos de baldosa y de la risa contenida que se transformaba en coro al encontrarnos todos en el patio.
Comenzaba el momento de la transgresión, de hacer todo lo prohibido, desde tomar objetos que no pueden tocarse a comer fruta caliente y a sacar sin hacer ruido las sillas del comedor para transformarlas en un tren.
El sol se fundía en un abrazo ardiente con todo lo que tocaba. Esa hora quieta invitaba a buscar los espacios de sombra que dejan las plantas abrumadas por el calor. La fuerza de todo lo que vive dibujaba vibraciones ondulantes en la luz iridiscente, el contorno de lo real desaparecía y entonces veías un mundo de duendes al que solamente ingresan los niños que, con enorme placer, desafían en ese tiempo detenido, el efecto temible de “la resolana”.
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Niña en San Luis de 1920. Foto: José La Vía.
El cielo era de un color azul intenso por las tardes. Con mis hermanos y primos nos sentábamos en el patio a esperar la aparición de la primera estrella. Decíamos: “Primera estrella que vi pienso tres cosas” y tenías el convencimiento de que algún día los deseos iban a cumplirse.
Era el momento de jugar a la escondida. Entonces, el patio y la calle se transformaban en un único y libre territorio.
Después de cenar, los sillones de mimbre se trasladaban a la vereda en donde los vecinos se reunían en apacible charla. Recostada en la falda de mi abuela solía preguntarle: Ela ¿qué son esas manchas que tiene la luna?, es la Virgen con el Niño que han salido de paseo, me respondía. Y yo veía el burrito, la Virgen y el Niño avanzar entre los arbustos de un paisaje blanco que se iluminaba en el cielo oscuro.
En la placidez de la noche, mi abuela me cantaba bajito… “un pastor cogiendo gachas estaba, cuando vio que un ángel del cielo bajaba…” y yo sentía que poco a poco mis ojos se cerraban
Me gusta jugar a ser Caperucita Roja, pero no un ratito sino todo el día. Por eso el Elo me compró una canasta con manija que me puedo colgar en el brazo, me lleva de la mano por la calle y me dice que soy igualita. Vamos a lo de un amigo suyo que se llama Bragagnolo, el se da cuenta quien soy y me dice ¡Hola Caperucita!, yo le digo: “Vengo a buscar huevos para mi abuelita”. Él me llena la canasta con huevos y ahí voy chocha con el Elo. A la tarde el abuelito Ángel, que es el papá de mi papá, me lleva de paseo a la Chacra Experimental, porque ese es el bosque de Caperucita, yo voy en el auto y no me bajo porque tengo miedo que salga el lobo de detrás de un árbol.
El miedo es como frío en la panza, a mí me gusta tener miedo si estoy con mi abuelo y en el auto, porque los lobos no andan en auto y además si abre la puerta yo le digo que está equivocado, que yo no soy Caperucita y que además, mi abuelo no va a dejar que me coma, porque para eso están los abuelos para que sepa. Por las dudas aprieto bien fuerte el botón del seguro para que no se abra la puerta, levanto el vidrio y ahí voy lo más campante.
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Ahora que la vida me lo ha dado todo y en el horizonte veo ponerse el sol, la invisible manta de los recuerdos me abriga con el calor de los afectos de los que se fueron y de los que aún comparten conmigo el grato transcurrir de los días.
Un placer leerla siempre Leti. Un honor haber tenido a disposición sus textos. Me ayudó a amar más a este San Luis tan único.
Para mi fue muy grato toda tu ayuda y profesionalidad que me animaba a publicar aquello que yo pensaba que no merecía publicación
Leerte,es recordar una infancia dorada y privilegiada,que algunos tuvimos.
Cuanta fantasía,alegría y sanos juegos disfrutamos…
Daría unos años de mi vida,para volver a ser pequeña