Lo que se dice
Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 4
Se configura el insomnio en esa pregunta. ¿Qué pasará cuando ella se despierte? El desmayo se volvió un cisma, una cachetada a cada persona involucrada en el asunto. Los niños, y los padres, y todo. Cómo será volver a verla, y cuáles serán sus primeras palabras. Qué momentos habrá guardado en su memoria.
¿La vida sigue su curso cuando el cuerpo no responde, o se parecerá a la inmovilidad de la muerte? ¿Será que se recuerda todo? ¿Será finalmente una acusación, o la revelación? ¿Habrá olvidado todo y estará sepultado en el inconsciente?
Se perciben en el ambiente las peores reacciones. Que despierte, o que anticipe una charla con los niños. O que despierte y se quite todo lo que la mantiene estable, para finalmente irse del mundo que la traicionó.
O que caerá con la tranquilidad de no recordar nada y le pedirá que vaya con él a la casa, como si nada hubiera pasado. Será como un tiempo de purgatorio, que quizás él aceptaría, siendo el rol de alguien que sigue su vida después de una tragedia. Eugenio acomodaría las cosas fuera de lugar, eliminaría las pruebas, compraría cosas nuevas, y la vida en casa finalmente sería diferente.
En el pasado, cuando se fueron a vivir juntos, no hacían otra cosa que estar encerrados en el departamento. Los antiguos programas de reproducción de música cargaban cientos de temas, creando un ambiente que se respiraba como algo a la vez prohibido e inalcanzable. Eugenio salía algunas horas para ver a sus hijos, y volvía con más provisiones de comidas, preservativos y películas. Algunas quedaban por el comienzo, y otras la mitad, pero ninguno de ellos recordaba terminar una historia completa sin que una mano se colara entre las piernas desnudas, con los dedos húmedos, sobre la piel caliente a pesar del frío invernal.
Era un mundo que desconocía más reglas que la improvisación, en un espacio reducido, cama de sábanas arrugadas y percudidas, salpicadas, manchadas de restos de pizza y sudores. Una pasión en la que Eugenio había dejado de creer después de los años de un matrimonio simulado.
Si los años del pasado habían sido una meseta en su vida sexual, ahora las noches se agolpaban en experiencias apenas avizoradas en sus fantasías, y motivados en una libertad sin límites.
Ilustración de Paula Livio.
Pero todo ese sueño de frenesí concluyó antes de los dos meses. Él había dejado a su familia y se había mudado a un pequeño ambiente de soltero, en un complejo comunitario de bajo costo. La gente seguía sintiendo lástima por él, porque lo consideraban un tipo recto, de buena familia, incapaz de irse con otra mujer.
Lo que tenía por delante era una doble corporalidad de lo que lo preocupaba. Por un lado, seguía siendo un padre atento que había sufrido un matrimonio que todo el mundo veía fallar. Pero por las noches se montaba un espectáculo de pasiones y promesas de permanencia. Pero, como decíamos, todo terminó.
Primero vino la parte del verdadero rostro, como la denominó Eugenio al relatarla a sus amistades. Desde la instancia legal, la tenencia de sus hijos se volvió una pelea que terminaría en una situación donde no podía más que ceder. Hasta perder todo lo conseguido durante el matrimonio, casa, muebles, parte de su sueldo, tiempos de infancia.
Pero sabría luego que ese nuevo equilibrio conseguido en un paraíso de amor y deseo pronto se transfiguró. Una mañana y por teléfono, Mariana lo llamó para decirle que ya no podía seguir ese ritmo de vida. Que necesitaba dormir y concentrarse con su trabajo y su carrera, y que ya no se verían como antes. Esas formas de amor se habían vuelto un acto corrosivo para Mariana.
Nada como un golpe de realidad para volverse incrédulo. Y así se terminaba el sueño de una vida diferente para Eugenio, en una incertidumbre de la que ya no podría salir con facilidad. O por lo menos eso pensaba antes lo que sucedió años después.