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El desconcierto

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 5

Y ahora esa mujer está internada, llena de tubos que la mantienen suspendida en un extraño sueño.

Sabemos que Eugenio estuvo casado antes de conocer a Mariana. Para cuando nació el primer hijo en esa relación, los primeros meses de convivencia obligada permitieron advertir que, aunque en ese matrimonio no hubiera ninguna clase de amor, los encuentros en la cama seguían presentes a diario. Como si a esa pareja no le quedara otra forma de dialogar.
Eran noches de silencio. Los cuerpos se disponían a descansar en la cama, ella acercaba su cuerpo, tensaba la curva de sus glúteos, presionando sobre la pelvis del marido, quien innecesariamente jugaba ese artificio de seducción.

El día que sucedió el incidente fue meses antes de que Mariana quedara internada. Antes del episodio del desmayo. Cuando ellos tenían cuidado de no revelarse, y desconocían hasta dónde llegarían esos hechos que luego devinieron en el desmayo.
¿Cómo se cambia el estado de las cosas? Quizás Eugenio había creído toda su vida que las fuerzas del cambio se canalizan en un golpe repentino, algo liberado desde el interior de las personas. Como si tuviéramos dentro de cada uno un botón de activación dónde se revela lo antes impensado para volverlo casi obvio. Por decir algo, aquello que antes se pensó como una fuerza interna nunca revelada, de pronto se vuelve obsceno, explícito, como una fuerza imparable.

Ese día se desarrollaba como cualquier domingo familiar. Todos traían la comida que iban a compartir y no más que eso. Pero sucedió algo diferente. Ese domingo, Brenda (a quien todos decían Bobby, aunque sonara al apodo para un hombre), llegó con la noticia de su separación. Algo se intuía de aquel reciente desencuentro con un hombre veinte años mayor, pero ese día Bobby llegó llorando. Le confesó a su hermana de los maltratos, de los celos, y de alguna de las escenas de violencia, donde volaron platos, hubo golpes y tironeos, y luego el silencio.
Todos intentaron ser amables, los niños, ellos y sus padres. Bobby reía cada tanto, y cada tanto volvía la vista sobre las decenas de llamadas perdidas, de quien todos sabíamos su ejecutor.

Ilustración de Paula Livio.


Por la noche le pidieron a Eugenio que la llevara a casa, porque ya había tomado demasiado. Cuando pararon a cargar nafta, ella se ofreció a pagar y él se rehusó. Bobby se paseó por el costado del auto, y se acomodó la pollera para dejarla justo en su lugar, apenas debajo de las rodillas. Eugenio la vio entrar en el kiosco de la estación, y se encontró mirándola con una extrañeza en el cuerpo. Esperó afuera, estudiando cada movimiento hasta su salida.
Avanzaron fuera del estacionamiento y ella le pidió detenerse. Necesitaba fumar. Buscó la cajetilla, la desenvolvió y buscó un encendedor. Él abrió la puerta y se bajó. No fumaría dentro del auto donde viajaban sus niños. Bobby encendió su cigarrillo y siguió en silencio. Querés le dijo, y él dijo que no. Igual tomó tempestivamente uno, y fumaron en silencio.
El resto del camino viajaron sin hablar, mientras él pensaba que lo haría pasar a su nuevo departamento, y que no le importaría, como no le importó fumar, y aceptaría entrar junto a la hermana de su mujer.
Finalmente, cuando el auto se detuvo en el destino sólo hubo un silencio incómodo. Luego Bobby lo despidió en un segundo de duda, con un beso incómodo entre la mejilla y la comisura de los labios, dejándole un dulce sabor a tabaco, mientras se bajaba y se alejaba caminando hasta la entrada. La vio irse, encender otro cigarrillo en el camino, y perderse entre los arbustos recortados del ingreso. Dudó unos instantes y luego arrancó en su camino de regreso a casa.