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La mirada de Bobby

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 10

El teléfono estuvo timbrando todo el día, a cada hora, hasta que el agotamiento de la batería lo ha enmudecido. No es la hermana quien llama. Es Eugenio, mil veces.
Su cabeza se ha metido bajo la ducha, para apagarla. El agua que corre sin llevarse la mugre.

No es posible pedir perdón. Aun cuando quiera llamar, nadie atenderá. Las paredes se vuelven angostas, y el aire tan denso que no habrá pastilla de clonazepam que le devuelva con al sueño.

Un desvelo por días, hasta el momento del desmayo. Una hermana que se desmaya, para conducirse a la muerte. Para desaparecer y no decir nada. Porque no encuentra formas de decir el dolor, y Bobby lo sabe.

Irá varias veces a verla, dormida, rodeada de tubos y diagnósticos negativos. Y repite perdón, y diagnósticos negativos crecen con los ojos de los padres, que dicen el desprecio, sin decir nada.

Y volver a casa sola. Recibir llamadas de Eugenio, y sentirlo monstruoso. Verse en el espejo, para verse igual de asquerosa.

Una visita al psiquiatra, las pastillas para dormir. El intento del sueño, el miedo a desaparecer. El miedo a ver nuevamente los ojos asustados de Mariana en el momento del incidente.

Desaparecer. La vergüenza de jugar con los sobrinos en una navidad de luces titilantes. Desaparecer. Una mujer que termina de quebrarse, y un cuerpo que ya no puede. Las horas pasan, y pasan, sin que nada pase.

Desaparecer.

Irse es habitar un cuerpo que nadie reclama. Alguien que se ha vuelto solo parte del deseo temporal, y luego se olvida de llamar antes de que llegue la noche.

La muerte no es eso que Bobby comienza como despedida del cuerpo, sumirse en la noche, en una oscuridad en la que no hay vueltas ni amaneceres. Es el olvido de los hijos que ya no llaman, ni sabrán qué se han perdido de ella.

Las manos vacías de rostros que acariciar. O labios abiertos en vano.

“En tus manos”, ilustración de Paula Livio.

La muerte es una despedida lenta. Llena de saliva y vómito desparramados por el suelo, empujados de un lado al otro, en un charco de vida que un ventilador, aún encendido, va secando mientras pasan las horas, y los días.

No es la vida, o el cuerpo visto desde el un arriba lejano. Es la desesperación del abandono de todo lo que cubre la vida. Quisiera verse desde esa altura, o jugarle una broma al destino y regalarse unas últimas horas. Pero irse es un proceso lento, casi banal, donde un cuerpo se pudre sobre un suelo aún caliente, y los ojos cerrados esperan los perjuicios de la vida burocrática de los cuerpos, hasta que sea encontrado por alarmas de pestilencia.

Y cuando la puerta se derribe, y el cuerpo esté (y no) en ese lugar, ella habrá ensayado la despedida mucho antes. Que unas pocas personas la recuerden en fragmentos que nunca llegarán a unirse del todo. Y aun cuando lo hicieran, nunca llegarían a recomponer todo eso, lo que la historia de una mujer puede contener entre sus límites insospechados. Se volverá un misterio indescifrable, todo lo que puede verse o encontrarse entre las luces y las sombras que componen la sustancia de una vida, sólo sabrá irse para componer en una despedida la única forma de apagar el dolor.