Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

Escape y disolución

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 13

La casa parece estar en calma. Por detrás, el terror de una llamada del marido, o encontrarlo golpeando la puerta. Las ventanas están cerradas. Una amiga se ha mudado desde que Bobby trajo los niños de vuelta. La policía abandona la custodia luego de unos días, y le instalan algo parecido a una alarma en el teléfono, más parecida a un juego que a la sensación de seguridad.
Pero el marido desaparece luego de lo acontecido. Primero por días, luego semanas. Un tiempo donde los hijos parecen volver a una normalidad a medias. Hasta ese día en que le llega a Bobby una citación al juzgado. El oficial de justicia la encuentra en una de sus visitas al kiosko del barrio, escabulléndose por proveeduría. Sus ojos siguen las frases en el papel, la palabra progenitora, los nombres de los hijos, el perjuicio y la acusación de secuestro. De sus propios hijos.
Ya no piensa en ella, ni lo que le haría. Sólo piensa en lo que le harían en esa justicia que sólo escucha las voces de los hombres del pueblo. Y cargada en el auto de su amiga, con los documentos en el bolsillo, apretados, maneja doscientos kilómetros hasta el aeropuerto más cercano.
En el camino llama, suena el teléfono en la casa y el padre escucha. Nadie sabe cómo lo hace ni cómo se desarrolla, pero en unos minutos los pasajes están pagados, y en dos horas llega al aeropuerto, y sube al avión, dejando las bolsas de ropa en el guarda equipajes. En el aire, apretando las manitos de los niños en el despegue, descubre que no ha traído nada que le pertenezca más que sus hijos.
Es un tiempo de vuelta. Ocupa la habitación de juventud. Ahora son tres quienes conviven en ese espacio. Y allí se suceden las horas de espera, los llamados insistentes del hombre del norte. La mirada de juicio de los padres.
Ahora se da todo así, comprar el diario, dos o tres en la semana, armar un currículo sin probanzas, llevar la hoja en blanco y negro, a veces sudada. Ser recibida por antiguos compañeros de escuela, quienes la siguen viendo como una joven de pueblo. Ahora es para ellos una mujer con la piensan que pueden acostarse con facilidad, y en sus voluntades y sueños de secundaria.
Piensa si deberá ceder con alguno de ellos, y aceptar empleos que duren apenas semanas, y si soportará la mirada sobre el escote cerrado, y si podrá evitar que se manifiesten esos roces voluntarios al pasar por pasillos estrechos. Todo lo que produce náuseas piensa.

“Novia”, ilustración de Paula Livio.

A veces se cansa, a veces grita, pero finalmente su estado se disuelve. Como si la vida se le hubiera vuelto eso a Bobby, un retroceder, pedir disculpas, pedir nuevos trabajos, traducirse con certeza en un cuerpo sin deseo, volver a la noche, hacer las tareas y acostarse entre los niños para contarles un día inventado, con una sonrisa que les permita conciliar el sueño.
Y esa tarde vuelve, ha conseguido escuela para los niños. Mariana habló con la directora y les dejarán ingresar a mitad de año. Llegan juntas en el auto cuando descubren la casa sin ruidos. La madre se mete en la habitación, y Bobby se apresura ingresando al cuarto de los niños. Apenas unos caramelos a medio comer, y un par de medias percudidas. El padre la detiene a mitad de camino. Ensaya una frase que suena a consuelo y resignación, pero nada de eso calma su furia.
Mariana la contiene, o se interpone entre ella y su padre, y recibe los golpes ella. Y ese padre que dice algo como que tu marido tiene los mismos derechos, y que no se podía esperar otra cosa, y refunfuña que la culpa es de ella, y eso. Y de un momento al otro ese padre que la había traído de vuelta es quien deja que sus hijos volvieran con ese monstruo que ahora estaría en un camino que, tramo a tramo, habrá terminado de disolver su felicidad en una lejanía irreparable.
Lo que vendrá en los meses posteriores de la vida de Bobby es el relato de quien sobrevive. Mariana le alquilará un pequeño departamento en las afueras de la ciudad, conseguirá trabajo en un hotel. Primero atendiendo las mesas en el desayuno, y luego haciéndose cargo de la cafetería, y así.
Algunos momentos de ocio la encuentran llamando a sus hijos desde la plaza, sin conseguir escuchar sus voces ni estados. El marido no atiende, sus antiguas vecinas sólo saben decir lo siento mucho amiga, y su abogada dice hay que esperar.
A pesar de los tiempos que pasan, de los muebles y artefactos que va sumando al espacio donde vive… A pesar de los besos furtivos, de algún encuentro con ese hombre con quien termina conviviendo los meses previos del incidente… A pesar de todo, la soledad es en Bobby un disimulo que pretende seguir escondiendo durante el día, pero que inevitablemente arrasa sus noches en una tristeza desgarradora.