PADRINO PELADO
Por Roberto Tessi
Los cambios de usos y costumbres se daban lentamente en aquellos años que dividían el siglo XX en una segunda mitad, los acontecimientos que sucedían en el país y en el mundo se conocían a cuentagotas. Los diarios de Buenos Aires llegaban casi 12 horas después de haberse editado, montados en el vagón de encomiendas del tren “El Cuyano”, algunos ansiosos o particularmente interesados iban a la estación y se lo compraban al distribuidor. Se cruzaban al Bar Mariani a comentar las noticias y a su alrededor se hacía un coro de curiosos o lectores de “ojito”. La flamante radio LV.15 se manejaba con un informativo a las 8 de la mañana y otro a las 21 horas con la lectura de breves cables llegados vía telegráfica de la radio cabecera de la Capital.
Por esos días arreciaban los comentarios en voz baja sobre el Golpe de Estado y después sobre la caída de Perón, pero la aparición de la Poliomielitis infantil era el tema y la gran preocupación de los adultos. Nosotros los niños acatábamos resignados a que nos retaran nuestros padres y maestros que no querían que nos moviéramos mucho por temor a los contagios y la orden: “¡estate quieto…!” nos agobiaba a toda hora. Y como si eso fuera poco, nos obligaban a usar un escapulario colgado de nuestro cuello con una pastilla de alcanfor que nos perseguía con su olor penetrante y desagradable como único antídoto contra la epidemia, muy parecido a los tapabocas de hoy, medio siglo después.
A don Liberato le acercaron una bolsa de la cual sacaba monedas y las tiraba a la marchanta, repitiendo la vieja tradición de su pueblo italiano, los chicos se abalanzaban entre los gritos: “¡vivan los novios!”
Pero no todo era negativo para nosotros que seguíamos jugando todas las tardes en la Plaza Pringles del Barrio Estación y por aquellos días, el cura había invitado a algunos pibes que hacían el catecismo a presenciar un gran casamiento que se llevaría a cabo al sábado siguiente en su iglesia, aportándonos el dato que la que se casaba era la Rosita, hija del tano dueño del gran Almacén de Ramos Generales, tienda y zapatería frente a la Estación. Don Liberato, que aún mantenía un fuerte acento napolitano, y mucho mal humor, había hecho una fortuna considerable y ante algunos paisanos, que no habían logrado tantos éxitos económicos, anunció que iba a tirar la casa por la ventana en el casamiento de su única hija, la Rosetta, y él iba a ser el padrino de la boda.
Un par de semanas antes el vecindario que rodeaba la plaza se sentía conmocionado con los preparativos, en tren traerían flores para adornar el altar y una alfombra roja se desplegaba desde la calle. Ese día una multitud se agolpó en la entrada del templo vivando a la Rosetta del brazo de su padre que entraban a la ceremonia en la cual resonaba el armonio ejecutado por una prima.
Pero la apoteosis fue a la salida, donde los novios en el atrio saludaban y recibían los vivas del público y los parientes. A don Liberato le acercaron una bolsa de la cual sacaba monedas y las tiraba a la marchanta, repitiendo la vieja tradición de su pueblo italiano, los chicos se abalanzaban entre los gritos: “¡vivan los novios!” hasta que un pícaro pegó el grito “… ¡viva el padrino pelado!”, lo cual fue muy festejado y al momento un verdadero coro repetía a voz de cuello la consigna. El padrino que no se esperaba esto, se enfureció tanto que empezó a putear a viva voz en cocoliche a los desagradecidos, escondiendo la bolsa de monedas en el bolsillo del saco, con tan mala suerte que se le cayeron a la vereda y todos nosotros, y muchos grandes, juntando a dos manos, mientras que por lo bajo seguíamos gritando: ¡viva el padrino pelado…!