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EL PRÍNCIPE DE LOS PRÍNCIPES

Poco podría sospechar el pintor renacentista Rafael di Sanzio (también conocido como Rafael de Urbino –por su lugar de nacimiento– o simplemente como Rafael) que, tras 500 años de su muerte, los homenajes a su obra en el mundo moderno deberían ser suspendidos por una pandemia al estilo de las antiguas.

Por fin, y después de meses de espera, Italia ve posible la reanudación de una larga agenda, que incluye exposiciones y tours virtuales por sus pinturas. Resulta este aniversario muy importante porque Rafael es considerado uno de los genios del Renacimiento junto a otros grandes artistas como Leonardo da Vinci y Miguel Ángel. Tal como sucedió con ellos, que tuvieron la dicha de ver cierto éxito de sus obras en vida, sus creaciones tomaron un valor más relevante con los años, con los siglos. Y el público se renueva, porque las obras son tan universales como eternas.

Rafael de Urbino, conocido como “el príncipe de los pintores”, vivió en una época de dominio de los Medici en Florencia, ciudad a la que el joven pintor, con tan solo 11 años, decidió mudarse luego de quedar huérfano. La vida en Florencia bajo el poder de la familia más rica e influyente de la época, estaba completamente teñida del poder de los Medici, sin los cuales el talento de Rafael tal vez no hubiera sido explotado de la manera en que lo fue por entonces, y lo es hoy. Generaciones de cristianos devotos dedicados a la usura sobrevivieron con una contradicción aparente: dedicarse a prestar dinero era un pecado que merecía el infierno, pero las culpas podían expiarse con donaciones en obras de arte o arquitectónicas destinadas a embellecer los edificios religiosos de la ciudad.

Autorretrato de Rafael, de aproximadamente 23 años.

Y, así como los artistas de la época no pudieron crecer sin sus mecenas, la Florencia del Renacimiento no podía florecer sin los Medici como patrocinadores de sus mayores talentos. Una vez dominados el poder económico y político, llegaría el momento del poder religioso (Giovanni, convertido en León X, fue el primer Papa Medici de la historia). Varios miembros de la familia se convirtieron también en pontífices, que fueron retratados, al igual que los gobernantes, por los más nombrados artistas de la época.

Lorenzo II de Medici, sobrino de León X, y a quien Rafael pintó con las opulencias propias del siglo y de la familia gobernante, también inspiró a una de las obras más importantes de la literatura universal: El príncipe, de Nicolás Maquiavelo.

Literatura, escultura, pintura y, en fin, arte en general, se conjugaron en esa época con la economía, la religión y la política, algo que sentó las bases no sólo de uno de los momentos más prolíficos del arte, sino también del funcionamiento del mercado en la actualidad. Desde entonces las obras de arte tienen un valor económico inconmensurable. Y es que, claro, por entonces significaba nada más y nada menos que la redención y el ascenso de los príncipes al cielo.

Rafael de Urbino, conocido como“el príncipe de los pintores”, vivió en una época de dominio de los Medici en Florencia, ciudad a la que el joven pintor, con tan solo 11 años, decidió mudarse luego de quedar huérfano.

El príncipe, de Nicolás Maquiavelo (1532)

Fragmento

Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal. Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última. Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque cl vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.

(…) Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.

Florencia en 1493, ilustración en Schedelschen Weltchronik.