San Luis, Tertulias de la Aldea

Pedro, hombre de serenatas

Por Sebastián Reynoso

Aunque hoy las formas de conquistas y los modos han cambiado, sepan, las más jovencitas y los más jovencitos, que en el San Luis de antaño existían rituales, picardías, coqueteos que hoy serían vistos como una rareza.

En esos tiempos aún no se cuestionaba si el amor romántico estaba bien o mal. Si podía hacer daño, o si estar solo, sin pareja, no debía ser castigado socialmente con sesgos.

Nuestro personaje, Pedro Tobares, nada entendía de eso, solo sabía que tenía un don para la guitarra y que le gustaba pasear alardeando su estilo por el Barrio El Criollo. En aquellos años se acostumbraba en Villa Mercedes a  dar y recibir serenatas.

Era interesante pensar toda la logística que tenían que armar en torno a una serenata. Había que conocer los movimientos de la casa, de la homenajeada, y sobre todo de los padres, que en la mayoría de los casos se comportaban como cazadores de serenateros.

Pedro era famoso por la calidad y la calidez de sus serenatas, así que era requerido casi como un servicio. Junto a otros muchachos se posaban al pie de las ventanas, y esperaban a la señorita canción tras canción.

Las jovencitas no salían a la primera canción, eso también era parte del ritual. A veces se asomaban tras las cortinas, algunas contaban con el romántico balcón, imagen que inmortalizara “Romeo y Julieta”. Aunque el serenatero no fuera de su agrado, recibir ese gesto era charla obligada al otro día entre amigas y amigos.

Dar serenatas era por demás una actitud solidaria con algún enamorado, sería lo que hoy llaman “hacer el aguante”.

El grupo que se prestaba a la serenata debía adquirir varias destrezas: desenfundar y enfundar la guitarra con velocidad, buscar una entonación que no sonara a ladrido y, también, y a veces más necesario que las otras dos, la destreza para esquivar lo que le arrojaran desde las casas.

“La serenata”, por Cesare-Auguste Detti (Italiano, 1847-1914).

Las represalias iban desde baldazos de agua fría, harina, tomates, huevazos, entre otros. Pero había una alarma en la que Pedro entrenaba a sus amigos: manejar la dinámica de las luces.

Cuando las luces se iban encendiendo, acercándose a la luz de la puerta, era el mayor peligro, porque allí era el padre el que saldría a perseguirlos o bien la madre, escoba en mano. Así que quedaba solo una cosa: correr, mientras el aire se les acababa traicionados por las carcajadas.

Hoy mucha gente mayor recuerda a cada serenatero de su barrio. Pedro tiene un lugar especial porque cuando le daban la oportunidad más que serenata era un recital para disfrutar. Los tiempos han cambiado, para algunos para bien, para otros para mal.

Lo cierto es que si alguien te da una serenata la primera reacción será de asombro, pero en general se siente como un mimo que está bueno disfrutar.

Y, como dijimos, los tiempos han cambiado, y las serenatas no debieran estar supeditadas solo al varón como serenatero, cualquiera puede practicar este viejo ritual como forma de halagar a otra persona.

Pedro, el hombre de serenatas, siempre se repetía para sí: “mientras haya una guitarra con acordes entre dos que se gustan, el mundo no estará perdido”. Aunque este mundo sea distinto del que Pedro recorrió, la imagen aún es válida.