Expresiones de la Aldea, La Aldea Antigua

DON VALERIO

Por Jorge O. Sallenave (*)

Quién no lo vio montado en su caballo por el camino de la Aguada, inclinado sobre la cruz del animal, el sombrero calzado hasta las orejas, de alpargatas y bombachas, arreando cuatro o cinco vacas.

Quién, al verlo, no se preguntó por qué un hombre de esa edad se ocupaba de una tarea semejante.

Quién no se dijo: “cómo es posible que en esta zona tan poblada y próxima a la ciudad todavía se efectúen arreos. ¡Un viejo! Si un animal se espanta o cruza la ruta puede provocar un desastre”.

Quién no supuso que se trataba de un espectro venido del pasado. De cuando ese camino era huella arenosa, por donde no transitaba nadie, donde solo podrían encontrarse víboras, ratones, liebres y perdices. Sin olvidar a los pumas que bajaban de las sierras para aprovecharse de chivos y terneros.

Bien, ese hombre, que tanto llamaba la atención, era Valerio Sosa. Uno de los primeros habitantes de El Chorrillo en este siglo que se despide.

Hace muchísimos años eligió la margen norte de la actual ruta para vivir. Muy cerca de la planta potabilizadora de agua. Allí construyó su rancho. Él mismo. Desmontando y tapando cuevas de vizcachas como primera medida. Horneando ladrillos después, mientras secaba paja para el techo.

En ese entonces, los pobladores de la zona, gente mística, pobres solemnes, descubrieron que el nuevo vecino tenía poderes sobrenaturales.

¿Cómo llegaron a esa conclusión?

Difícil acertar con la respuesta. Valerio Sosa vivió muchos años más que sus contemporáneos. Los únicos en condiciones de dar un testimonio veraz.

En consecuencia, cualquier juicio no va más allá de la suposición. La realidad con los años se desvirtúa para transformarse en leyenda. Tal vez el conocimiento que tenía sobre equinos ayudó a formar esa creencia. Se decía, se dice, que no había potro que se le resistiera o embichadura que no sanara. Tal vez la rutina de permanecer solo, por días, en la cueva del león, una caverna ubicada en la sierra, también influyó. Porque ese era un lugar peligroso que los criollos solían evitar.

Cualquiera haya sido la causa, la gente, ante un problema de salud, dinero o amor lo consultaban. Y sus aciertos, que debieron ser muchos, aumentaron su prestigio.

En la actualidad, descendientes de aquellos que pusieron su destino en manos de Valerio Sosa lo recuerdan con agradecimiento y se apresuran en aclarar que “jamás cobró por curar y si algún malpensado supone que con sus poderes hizo negocio se equivoca. Porque don Valerio no necesitaba del poco dinero de nuestros antepasados para vivir”.

Agregan: “No hubo mejor domador en kilómetros a la redonda. Cuando un potro salía quisquilloso, se lo llevaban y él lo devolvía manso como oveja. También daba mano para espantar el bicherío. Por este tipo de cosas cobraba. Y está bien porque se trataba de un trabajo. Por las otras, no. Aunque todos ofrecían pagarle. Pero no. Así que se le daba un regalo. Ya se sabe, lo que puede regalar un pobre: una gallina, un lechón, un chivito”.

Y si a esas personas que lo recuerdan y defienden se les pregunta por alguna situación nefasta de sus familias que haya solucionado Valerio, se disputan para ser los primeros en contar lo que saben.

“El caso del hijo de Segundo Quiroga. Un niño fuerte y sano que de un día para otro enfermó. Y no hubo médico que diera en la tecla. Porque no tenía fiebre ni dolores, pero le era imposible caminar. En fin, que Segundo estaba resignado. Y no creo que fuera a don Valerio con muchas esperanzas. Menos mal que fue. Porque en tres días el niño estuvo sano caminando lo más bien. Según me dijeron, Valerio se limitó a frotarle los tobillos. Que mientras lo hacía le preguntó si antes de quedar paralítico no sintió nada al caminar. Y sí… había sentido. Como si tuviera las zapatillas llenas de arena. Vamos a sacar esa arena, decían que dijo. Y lo curó”.

Y sigue: “Cosa parecida sucedió con Filomena Agüero, que también sufrió ojeadura. Una hermosa joven, de esas que producen envidia con solo mirarlas. Bueno, que una mañana se levanta y descubre que se le ha torcido el labio. Imagínese el sufrimiento, verse así, de golpe tan fea. Y anduvo de aquí para allá sin resultado. Hasta que recurrió a don Valerio”.

Y otra cuenta: “Era increíble cómo cortaba las tormentas de piedra. No como parodian los que no saben, que toman un cuchillo y dibujan una cruz en el aire en dirección al sur. Don Valerio, según oí de mi abuelo, nunca fallaba. Pero era otra la técnica. ¿Qué si la conozco? En absoluto, pero si supiera cómo lo hacía no serviría de nada porque soy un tipo común y corriente”.

Y otro: “Amaba a los animales. Se enfurecía si les hacían daño. Los caballos y perros lo seguían como si fuera dándoles dulce. ¿Lo vio arriando? Si las vacas parecían soldados en un desfile por lo ordenadas y sumisas”.

Años después Valerio Sosa se trasladó a poca distancia. A una casa de material donde vivió hasta su muerte.

Siguió llevando los animales a pastar en los contados terrenos que no se habían loteado y vendido.

En los ratos libres atendía a quienes iban a consultarlo. Y si aún disponía de tiempo colaboraba en el negocio de uso de sus hijos: una carnicería.

Con el tiempo llegó a recibir un trato que se asemejaba al que tienen los cortesanos con los reyes, los idólatras con sus ídolos, los paganos con sus dioses. Al límite de que nadie realizaba un acto que pudiera enojarlo. Sirva como ejemplo lo sucedido con Armando Morcón, quien se negaba, por cariño, a frotar con un aceite especial contra garrapatas a los perros de su patrón. Y por más que este insistía, Morcón no le hacía caso bajo el argumento de que el líquido los haría sufrir.

El patrón, agotado de reclamarle, optó por comentar que el cuestionado aceite había sido prescripto por Valerio Sosa, agregando después, casi como al descuido, que le comunicaría la resistencia de Morcón a aplicarlo.

Asunto solucionado, al día siguiente los perros estaban aceitados. Y no dejaban de rascarse en paredes y pisos por la comezón que sentían al desprenderse los parásitos.

—Sufren un poco, pero será por hoy, mañana ni se acordarán. Además, si lo aconsejó don Valerio es seguro que les caerá bien. Esas garrapatas se los comían vivos —justificó Morcón y agregó—: No se acuerde con don Valerio que yo no quería ponerles el ungüento. ¿Vaya a saber qué chifladura me agarró! Estoy viejo… ¡Eso es! Por favor, no se acuerde con don Valerio.

Como personaje mítico era imposible conocer su edad. Los que pretendían saberlo daban este tipo de argumento para convalidar lo que afirmaban: “Era de la misma edad que mi abuelo. Si mi abuelo viviera tendría unos ochenta años” o “mi madre asegura que tiene 85”.

Un médico con un fuerte dolor de cuello, lo visitó sin importarle lo que pensaran sus colegas. Valerio Sosa lo atendió en la carnicería. Lo hizo sentar y le masajeó la espalda. Con movimientos lentos al principio, más rápidos después. Al desaparecer el dolor, el paciente agradecido le dijo que era un excelente quiropráctico.

—Puede ser señor. Otros dicen que soy un componedor. Y también me toman por curandero. En realidad, ignoro si lo que hago tiene nombre. Lo único que sé es que si alguien sufre es natural que otro lo alivie. A mí ha tocado aliviar. Así lo ha querido el Señor.

—Se ha cansado —afirmó el médico al ver la transpiración en la frente del anciano y la agitación con que respiraba.

—Sí, me canso mucho. Es que ya no soy un joven.

—¿Cuántos años tiene don Valerio?

—Muchos. Si me atengo a la libreta ando por los noventa, pero a lo mejor me anotaron tarde y tengo algunos más.

Cuando falleció se llevó este secreto y otros.

Para los automovilistas que durante años le vieran montado en su caballo, arreando animales, su desaparición física es una ausencia que sienten.

Y no es para menos, su muerte cierra en forma definitiva toda posibilidad de tener en este mundo contemporáneo a alguien que tan bien se llevaba con la naturaleza y la magia.

(*) Este texto integra el libro “Cuentos del Viento”.