La Aldea y el Mundo, Notas Centrales

Para morir de viejos

Por Agustina Bordigoni

Shoji Morimoto mueve la mano en forma de saludo y finge estar triste, aunque no tiene motivos para sentirse acongojado. Dentro del colectivo Yoko hasta se siente mal por dejarlo, pero en el fondo muy feliz de tener a quien despedir. Todos suelen estar tan ocupados que no hay mucho tiempo para dedicar a ese tipo de cosas. 

Apenas el transporte deja la terminal, Shoji comienza a caminar hacia otra de las plataformas. Esta vez es Haruki la que le pide que la ayude con el equipaje. Un saludo cordial, de nuevo el leve movimiento de la mano, pero esta vez sin fingir tristeza. Morimoto la felicita por su nuevo destino, le dice que seguramente le irá muy bien en su nueva casa, con su nuevo trabajo. Festejan, celebran el éxito de manera muy ceremoniosa y tranquila, e incluso se animan a pedirle a uno de los pasajeros que les tome una foto. Haruki sube al colectivo y no mira hacia atrás, en verdad no le gusta esa parte de las despedidas.

Sin prisa pero sin pausa, Shoji se sienta en un café cercano. Decidió que el trabajo ese día sería por la zona de la terminal, para evitar estresarse. Yoshio lo reconoce, se sienta junto a él, le ofrece algo de comer y una bebida sin alcohol. Le muestra sus proyectos comerciales, le habla de su familia, de sus conflictos existenciales, de sus hijos, y le cuenta sus más íntimos secretos. Shoji lo escucha con atención y asiente con la cabeza. No se atreve a dar consejos, pero sabe que Yoshio no los necesita. “Si”, “No”, “Eso es seguro”, en eso constan la mayoría de sus respuestas. Yoshio en cambio llora, ríe, se siente liberado.

Camino a casa, Shoji Morimoto se detiene en un supermercado. Ahí lo espera Taiki, lista para hacer las compras. Se saludan, camina a su lado y de vez en cuando lee algún precio, como para justificar su presencia en el lugar. En algunas ocasiones recomienda artículos que por su composición parecen más sanos que otros y hasta se anima a hablar del clima.

Luego, compra algunas cosas para él. 

Pasó la mitad del día y Shoji no se siente para nada agobiado. Vuelve a su casa, saluda a sus hijos y mantiene una conversación muy animada con su esposa, Akane. Con ella lloran, ríen, y aunque la distensión es la norma, nunca llegan a necesitar relajarse: gracias a ese trabajo los Morimoto viven sin necesidades y sin preocupación. Cada día es una aventura y de hecho ellos se conocieron y se enamoraron en una de esas jornadas laborales. Esa vez Shoji no pudo dar respuestas neutrales, porque la historia de Akane lo conmovió hasta las lágrimas. Y aunque fue poco profesional, ambos quedaron en encontrarse en un parque para continuar conversando. Ahora trabajan juntos. Ella dejó la locura de la oficina para dedicarse a escuchar historias y responder mensajes. Aprendieron con el tiempo a no involucrarse demasiado con los problemas de los clientes, que son cada vez más. 

“Anciano”, pintura de Pat Thomsom.

En Japón, la expresión “Karōshi” significa “exceso-trabajo-muerte”. Con empleos de muchas horas, rutinarios y estresantes, las muertes por problemas cardíacos o cerebrovasculares son cada vez más frecuentes. Por eso Shoji Morimoto decidió que lo mejor era “no hacer nada” y vivir de eso. Desde 2018 se alquila  como compañía ante situaciones difíciles o despedidas, como oído, como confidente, o como simple presencia en cumpleaños, maratones, almuerzos o cenas. 

En su Twitter el aviso es tan genérico como los servicios ofrecidos: “Te alquilo una persona (yo) que no hace nada. Siempre acepto solicitudes. Solo debes pagar 10.000 yenes (unos 80 euros), los gastos de transporte desde la estación y la comida y la bebida”. Su trabajo consiste básicamente en comer, beber (sin excesos) y dar respuestas simples. 

Y es que para Shoji la vida es algo sencillo: el solo hecho de existir vale oro. No solo es valioso por la vida en sí misma, sino también porque ese modo de vida le permite, en más de un sentido, seguir existiendo. Y su existencia, como la de muchos de nosotros, reconforta y hace feliz a alguien más. 

Shoji sabe que un trabajo de esos, en el que puede elegir horarios, clientes y días, podría liberarlo de la tan temida ecuación japonesa. Y probablemente, al final del día, sienta que hizo mucho más que nada.