Expresiones de la Aldea, San Luis

SONIO

Por Jorge Sallenave (*)

La primera impresión era que se trataba de un cómico. Hasta se podía arriesgar un parecido con Jerry Lewis, un actor norteamericano que divirtió con sus filmes a varias generaciones de puntanos.

Regordete, poco elegante al caminar, el pelo cortado casi al ras, con lentes de aumento en grueso marco, abdomen abultado, una carraspera tenaz, piernas gordas que aparentaban moverse más allá de la voluntad, algo encorvado, con la costumbre de hablar mucho y no retener a veces la saliva, fanático del deporte, de las buenas acciones de realizar sueños, de regalar lo que tenía, de dar consejos a los necesitados, de hacer gauchadas que le daban más de un dolor de cabeza.

Más o menos así fue Sonio Correa.

Se desempeñó como preceptor y más tarde como agente de la administración púbica provincial, en especial como inspector de la Dirección de Industria y Comercio. Un juicio objetivo agregaría que estas actividades no lo representaban, porque sus esfuerzos mayores los volcaba en trabajar para el club Gimnasia y Esgrima, donde no ocupó cargo relevante, pero sí logró que la institución se engrandeciera.

Su casa estaba ubicada en calle Rivadavia, a metros de la entrada principal de la institución. Cuando terminaba su jornada laboral (alrededor de las 14) y después de almorzar “a la disparada”, se dirigía al club donde permanecía toda la tarde y gran parte de la noche, solucionando los problemas que se presentaban o jugando algún partido de pelota a paleta.

Quien no lo conocía, suponía que se trataba de un intendente o secretario rentado. Quienes sí lo conocían, le sacaban provecho como si lo fuera. Nadie se preguntaba si tenía derecho a aprovecharse de su buena voluntad.

El ser humano se acostumbra con mayor facilidad a pedir que a dar. Con igual soltura se amolda a la idea de que no es necesario agradecer o reconocer a quien nos beneficia. Y sucede que, por tan malas costumbres, se llega a exigir sin razón alguna, y a molestarse si lo pedido no es atendido con rapidez y dedicación.

Sonio Correa soportaba, sin el mínimo gesto de contrariedad, este tipo de situaciones, avalando con esta conducta la creencia de que él estaba allí para servir.

Hasta hubo casos en que los socios aprovecharon de su buena disposición para pedirle colaboración en actividades privadas.

Como sucedió con el dueño de un quiosco ubicado frente al sanatorio Rivadavia que debía ausentarse por las tardes y le solicitó que lo reemplazara. De más está decir que Sonio accedió.

“La calle”, por Fernando Botero.1979

El propietario no tuvo en cuenta dos debilidades manifiestas del reemplazante, su gusto por los dulces y el deseo permanente de ayudar a la gente humilde.

Sonio se hacía cargo al atardecer y no bien quedaba solo se sentaba en una silla frente a la vitrina con golosinas y comenzaba a comer, arrojando detrás de una heladera antigua, de cuatro puertas, los envoltorios relucientes de galletitas, caramelos y bombones, que fueron descubiertos por el quiosquero cuando una falla del motor obligó a desplazar la heladera.

Si bien este hecho causó perjuicios económicos, su afán por favorecer a los pobres produjo un daño mayor.

En poco tiempo los “chicos de la calle” supieron que en ese negocio se les fiaba. No mucho, pero lo suficiente para llevarse un litro de leche, un chupetín, un yogur.

Las madres humildes del barrio, con familia numerosa, dejaron de hacer compras en el lugar por dos motivos: Sonio trataba de organizarles la vida y se negaba a venderles artículos superfluos, obligándoles a comprar comida para los hijos.

El dueño optó por dejar libre a Sonio, no sin antes censurar su conducta con gritos y palabra soeces.

Sonio lo escuchó sin borrar la sonrisa que lo acompañaba siempre. Sin interrumpir. Al terminar, el dueño le preguntó si tenía algo que decir.

—A mí me parece que actué bien —se limitó a responder el reemplazante despedido.

Su gestión como inspector de comercio tuvo también características especiales. Convencido que el contribuyente era la parte más débil de la relación, no dudaba en ponerse de su lado.

En más de una oportunidad se enfrentó con otros inspectores por defender a los comerciantes.

Le costaba levantar actas de infracción.

Antes de llegar a ese extremo, prefería el sermón y la advertencia. Solo en casos extremos actuaba.

¿Obtenía algún beneficio con ese proceder?

Sí. Lo obtuvo. No para su persona, Sonio era de conducta intachable. Fue el club Gimnasia y Esgrima el que se vio favorecido. Por la razón siguiente.

“La calle”, por Fernando Botero.1979

Los comerciantes agradecidos con Sonio, no dudaban en patrocinar todo tipo de eventos deportivos donando trofeos de los más variados. Desde copas imponentes hasta vales por almuerzo y estadías, cupones de combustible, productos alimenticios, juguetes.

Sonio ganaba poco y regalaba mucho. Su situación económica y su prodigalidad lo obligaban a vivir con lo justo, o menos. Era tacaño para sí, un mecenas para los demás.

Cierta vez compró, luego de largo y penoso ahorro, un reloj pulsera, tipo cronómetro. Durante días lo mostró con orgullo a los socios. Para esa época, un jugador juvenil de tenis de mesa de apellido Aostri, obtuvo en Colombia la medalla de bronce en los Juegos Sudamericanos. Cuando el joven regresó se encontró con Sonio en la cantina. ¿Qué pudo suceder? Sonio le regaló el reloj que con tanto esfuerzo comprara. “Se lo merece y le lucirá mejor que a mí”, dijo con los ojos llenos de lágrimas.

A Sonio le costaba disimular sus emociones. Sobre todo, si se trataba de hechos o situaciones que estuvieran relacionados con el club. Un recién llegado, al verlo llorar en la entrega de los diplomas que reconocían la actividad de dirigentes del pasado dijo: “Es un tipo de lágrima fácil”. Esa frase lo condenó a un aislamiento riguroso que lo obligó a renunciar.

Sonio amaba a sus hijos. Era usual verlo acompañado por Clementina, su hija mayor. Una niña de pelo claro, bonita y dulce. “Trabajo para ellos”, decía y agregaba: “Quiero que cuando sean grandes estén orgullosos de este club y que se sientan en él como en su casa”.

Le gustaba organizar comidas para los socios con la ayuda del “Negro” Puertas, el cantinero.

Los almuerzos de los domingos eran sus preferidos. Si bien le interesaba compartir con los socios tallarines, capeletis y asados, su glotonería también contaba. Verlo comer impresionaba, nunca menos de tres platos y postre. Masticaba poco. En realidad, tragaba.

Sonio no se apartaba de ningún proyecto. Y si de vender rifas se trataba, nadie lograba superarlo.

El destino dispuso que fuera el ganador del primer premio en una cena: un automóvil 0 km.

Conociendo su situación económica, algunos socios le propusieron comprar el vehículo.

—¡De ninguna manera! Siempre soñé con tener un auto. Me estoy volviendo viejo y necesito viajar antes que las ganas se vayan. El autito que acabo de ganar me permitirá hacerlo. Alguna vez hay que darse los gustos.

No pudo ser.

Sonio, volviendo de Mendoza, conduciendo el automóvil que había ganado, se estrelló contra un camión y falleció.

(*) Este texto pertenece al libro Cuentos del Viento