Expresiones de la Aldea, Notas Centrales, San Luis

MARITO EN LA TRINCHERA

Por Gabriela Pereyra (*)

 Voy a gritar, lo sé, ya viene, está subiendo por mi garganta, ya llega. Mi cuello se llena de sangre que pronto, prontito será un grito. Sí, gritar, eso me va a hacer bien, eso resulta.

            Nada.

            No puedo, y otra vez me hice pis. Otra vez ese olor, ese olor a miedo, ese olor a mí. El pintorcito también se mojó, qué vergüenza, se van a reír de nuevo. Si hubiera gritado…

            El jardincito está cerca, demasiado cerca. Tal vez si no estuviera tan cerca mi mamá me acompañaría y aunque sea entre recomendaciones (re-co-men-da-cio-nes-seis golpes) y el listado (en voz alta) de sus compras, yo no podría pensar.

            Pero no, está cerca, y ni siquiera pasan autos por el callejón que es el atajo en diagonal hacia la plaza (que no es plaza, porque sólo tiene tres calles rodeándola) que queda enfrente de la escuela, y por si esto fuera poco, la monja Clarisa siempre está afuera, con su rostro gélido que no consigo diferenciar de un cartel de “precaución”.

            ¿La rabona?, creo que así llamó mi hermana mayor a esa vez que a una vecina la descubrieron. Bueno, pero tenía doce años. Qué me importa, la razón no la da la edad. No voy. Hoy no voy, ¿para qué?

            A ver mis provisiones: un poco de pan de ayer, una tortita de hoy y ya sé dónde está la canilla si me da sed.

            Desde el semicírculo de piedra, parapetado, puedo verlo todo, y si me muevo nadie puede verme. Esa es la ventaja de que la plaza no sea una plaza.

            ¡Ja! Si me subo y ahorco un ratito a San Martín mejoro el panorama de control.

            Gracias doy al otoño por tanta hoja caída, pero más gracias doy por la haraganería municipal. Lo bueno de ser chiquito es, que, si bien todo se ve tan grandote, con muy poco esfuerzo podemos escondernos, cubrirnos, desaparecer.

            Tengo un poco de frío. Es que todavía estoy mojado. Ya se va a secar… Para el segundo recreo ya estará seco, según mis cálculos. En realidad, en el segundo recreo algunos chicos me buscan para jugar, por lo que creo se debe a que el pis ya se ha secado. Igual no juego. Para qué.

            Desde aquí se escucha la campana, bueno, desde mi casa también. ¡Cómo para no escucharla si Doña Eliberta parece tener algo personal contra esa campana!

            En cuatro patas me desplazo hasta el ramillete de pelotitas de paraíso que descansa en el piso de mi trinchera. Lo tomo, y cuando voy a empezar a desnudar la rama de sus pelotas, me invade el sermón: “Marito, por nada del mundo te vayas a llevar, nunca, una de esas pelotas a la boca, son ¡ve-ne-no! (tres golpes), no quiera Dios que ocurra una tragedia, ¿entendiste Marito? Nun-ca (dos golpes)”. Sí mamá- pienso-, sí mamá, repito en voz alta al tiempo que meto en mi boca tres pelotitas-bolitas.        Muero.

            Muero todo el tiempo. Escupo las pelotitas. Escupo la muerte.

            ¿Y si vuelvo a mi casa? Mi mamá ya debe haber levantado a José, podría jugar con él. Con él sí juego, él no se ríe (de mí).

            Pero mi mamá no va a entender que vuelvo por vergüenza, si ella siempre me lo dice. ¿No te da vergüenza no? Aunque… Puede estar bueno si toma conciencia de que me hice la rabona (¿?) y entonces por miedo a que repita la hazaña o en castigo, dirá ella, me acompañe to-di-tos (tres golpes) los días al jardín, y lo bueno de algo malo es que finalmente no iré solo, y ella hará sus listas y recomendaciones y yo…Y yo…

            Pero, qué locura. No va acompañarme, va a hablar en la escuela para que me esperen, para que le avisen, para que la llamen, para que me busquen y todo será aún peor.

            No. No puedo volver. Tengo que esperar. A la una, a las dos, a las tres y a laaaas cuatro. Cuatro campanadas y todo habrá acabado, al menos por hoy. Ya van dos, la mitad del infierno se acaba (está acabando).

            El pis. El pis no es la causa, es la consecuencia.

Pero no. Qué estoy haciendo. No tengo que pensar en eso. Qué torpe. Cuando no está, lo llamo. Hago que el instante sea eterno, como si no fuera suficiente con mi sombra, que cuando le pido que deje de seguirme, más se pega a mí. Lo mismo pasa con esos pensamientos, no los puedo alejar…

“Niño jugando”, por Frances Foy. 1934

            ¿Y ese ruido? Por favor no. Que no sea nadie.

Pero es verdad, escucho las hojas… Alguien las pisa. Alguien viene. Si no me calmo va a escuchar mi corazón.

¿Se fue?, no me animo, pero tengo que asomarme… ¡La puta, perro de mierda! Uff. Qué bueno que seas vos. Espero que no tengas dueño, o por lo menos que no te busque en lo que queda de infierno. ¿Tenés hambre? Tengo pan. Vení, comé. Se está levantando viento ¿viste? Pero ya estoy sequito… Dale, comé, eso es, muy bien.

            Tengo sed. Pero si salgo y lo arruino todo… La canilla no está lejos. El jarrito, corro rápido, rápido, lo cargo y vuelvo a mi guarida. ¿Te parece? Esperame. No me sigas. ¡Qué no me sigas te digo! ¡Aaahh!, estaba rica… Tomá un poco, total mi mamá no ve que tomamos del mismo jarro. “Eso no se hace Marito, hay mucha peste, no importa que sea tu hermano” No- se- ha-ce-(cuatro golpes).

            Escuchá. Doña Eliberta está azotándola por última vez. Es hora.

            ¿Cómo hago? Ahí llegan algunos papás. Apenas aparezca un grupo de chicos en la puerta, encaro para mi casa, total, con que camine un poco más despacio de lo habitual, todo se acomodará.

            Eso es. Ahora. Ya pasó. Ya pasó…

            Llego a casa.

            Ahí está mamá haciendo de madre responsable en la puerta para que todos los vecinos puedan dar fe.

            No entiendo de qué sorteo me pregunta, sobre qué bandera, sobre qué 25. No entiendo.

            Corro con José. Algo nos frena. Un grito, mezcla de furia y horror. ¡¿Qué hace ese perro mugriento adentro?! Su furia cambia justo cuando estaba a punto de confesarlo todo. ¡Che! ¿No es un ovejero alemán? Y bueno que se quede, si alguien lo reclama se lo damos.

            Seguí sin entender qué tenían que ver las ovejas de un alemán con el hecho de que el perro pudiera quedarse, pero poco importaba ya.

            Mamá me gritó dulcemente: “Sacate el pintorcito meado y dejálo en el balde y pensá un nombre para ese perro”.

            Viento-le dije- ¿Qué? –preguntó-, Viento, se llama Viento.

            Vi-en-to (tres golpes), Vien-to (dos golpes). Y yo, ya estoy sequito.

(*) Texto basado en una historia real, está incluido en el Libro “Detrás de Tus Latidos”. Disponible también en la Biblioteca Pública Digital de San Luis.