EL CAMPEÓN
Por Jorge O. Sallenave (*)
Al llegar a la casona vio la cocina iluminada por un sol de medianoche. Francisco, su padre, estaba sentado a la mesa con una fuente de papas fritas y huevos fritos.
—Hola hijo… ¿Quiere? —tenía un hambre feroz.
—Quiero papá, pero déjeme que frite más.
—¿No cenó?
—Por supuesto. En lo de Tello. Dos cenas son mejores que una.
Al terminar de cocinar se sentó.
—¿Cómo se siente?
—Bien papá.
—Yo no lo veo así. Lo noto preocupado y algo tristón.
—Tiene razón.
—¿Y eso por qué?
—Necesito un trabajo. ¿Hasta cuándo viviré de usted y la caridad pública? No se ofenda papá, pero insisto, deme una mano con Landaburu.
—Gran persona y amigo —resaltó Francisco—. Puede estar tranquilo. Si lo puede ayudar, lo ayudará. Le escribiré una carta y usted se la entrega cuando vaya a Buenos Aires. Ya es dueño de decidir. Yo abandoné a mi familia a los 18 años, cuando decidieron regresar a Francia. Usted tiene 19 y si bien me resulta difícil entender su deseo de apartarse del deporte en donde ha tenido éxito, sé que cada persona tiene derecho a manejar su vida. Dios lo ayude hijo.
—Gracias papá.
—Nada que agradecer, usted es un adulto y fabricará su futuro, para bien o para mal. El tiempo le dará la respuesta. En mi caso jamás me arrepentí por quedarme en la Argentina.
—¿Quiere comer algo más? —preguntó Pancho.
—Fíjese en la alacena y alcánceme un frasco con dulce de los que hace Magdalena.
Pancho viajó a Buenos Aires en la semana siguiente de esta conversación. Necesitó dos días para ser atendido por un dirigente del Comité Olímpico.
El hombre le dio un apretón de manos y lo saludó con la frase. ¡Bienvenido campeón! Lo invitó a sentarse e hizo lo propio escritorio de por medio.
—¿Listo para ir a Berlín? —preguntó y sin esperar respuesta—¿Sabe dónde queda Berlín?
—Soy maestro —se limitó a responder Pancho.
Por un momento permanecieron en silencio. El dirigente evaluaba a ese personaje que tenía enfrente de físico musculoso, tez enrojecida y ojos verdes. Mientras lo miraba recordó que la ficha leída antes de la reunión consignaba: “19 años, maestro, sin antecedentes negativos, reciente campeón argentino en lanzamiento de disco, padre francés”.
A su vez, Pancho pensaba si ese hombre sabía dónde quedaba Villa Mercedes, y por qué no la provincia de San Luis. Los porteños, reflexionaba, solo se ocupaban de la Capital Federal y de las provincias más importantes.
—El viaje es en barco —dijo el dirigente—. Veinte días de ida y otros tantos de vuelta, más una estadía de un mes por lo menos en Alemania. En el mejor de los casos en dos meses estaría de regreso ¿Dispone de ese tiempo?
—Dispongo de ese tiempo y más. Todo depende —respondió Pancho.
—¿Depende de qué?
—De las condiciones económicas.
—Usted sabe Sallenave, del costo del pasaje, la estadía y la ropa deportiva nos hacemos cargo. Usted no paga nada. Es un reconocimiento a su esfuerzo. Obtener el campeonato argentino no es moco de pavo. Sobre todo, con la marca que lo logró. ¿Su apellido es francés?
—Sí, mi padre nació en la Vasconia francesa.
—Lo sabía. Su ficha trae ese dato, pero quería permitirme una broma. Entre lo que pagamos se encuentra el seguro personal de atleta por accidente o muerte. En su caso deberíamos duplicarlo porque Hitler no se lleva bien con los franceses o sus descendientes.
Pancho sonrió por compromiso.
—¿Contamos con usted? —preguntó el dirigente.
—Reitero: depende. Necesito saber con qué dinero dispondré.
—¿El viático? Por supuesto que tendrá viático —dijo el dirigente— y mencionó una cifra ínfima.
—Lamento el trabajo que se han tomado por mí. No iré a Alemania. Tengo otras urgencias. ¿Necesita que le firme algún papel para constancia de mi negativa?
Al día siguiente ubicó el domicilio de Landaburu. El hombre lo recibió con alegría.
—Me da gusto conocerte. Parecido a tu padre. ¿Cómo anda él? ¿Cómo se porta el francés acriollado? Somos muy amigos con tu padre. Ahora no nos vemos tan seguido. Hay mucha distancia entre Villa Mercedes y Buenos Aires. Y estamos algo viejos. ¿Te ha hablado de mí?
—Mucho señor Landaburu.
—Peleamos duro juntos. La política une y desune a la gente. A nosotros nos unió. ¿Sigue siendo conservador?
—Sí señor. Aunque se ha alejado de la política activa. Dice que su tiempo ya pasó.
—¡Qué va a pasar! Acaso el país no está dirigido por los liberales, los radicales son pasado ¿No te parece?
—Señor, no sé nada de política.
—Debí imaginarlo. He leído en el diario que sos campeón de atletismo. En fin… ¿Qué te trae por aquí?
—Mi padre le ha enviado una carta.
—Dámela.
Leyó con atención y releyó con la misma concentración.
—¿Así que querés ser maestro? Nuestro país tan grande, necesita maestros. Decile a tu padre que me ocuparé del tema. Decile también que vuelva a hacer política, aunque le duelan los huesos. Dale un gran abrazo. ¿Querés tomar un té?
—Gracias señor, y si no le molesta, cuénteme qué hacía mi padre cuando era joven. Sé que criaba ovejas y se ocupaba de un campo, pero de la actividad política sé muy poco.
Pancho regresó a Villa Mercedes. Por primera vez no se sentía confundido. El atletismo le había dado amigos y alegrías, pero comenzaba a ser pasado. En su bolsillo llevaba el decreto que lo designaba maestro en Bagual, un pueblo pequeño en el sur de la provincia de San Luis. Allí se ubicó en el mes de marzo de 1936 y en abril del mismo año comenzó a dar clases. Le gustaba hacerlo, relacionarse con los niños y de vez en cuando ir hasta Nueva Galia a divertirse con otro maestro de apellido Barbeito, de quien se hizo muy amigo. Pedían una zorra prestada en la estación de tren y por las vías llegaban a Nueva Galia para asistir a un baile o a una kermese.
Años más tarde, dos o tres, fue trasladado al Bajo de Véliz, que por ese entonces tenía unos pocos ranchos y una escuela maltrecha. El lugar está ubicado en el norte de la provincia, a pocos km de Santa Rosa de Conlara.
Se llegaba por una huella a lomo de mula. El lugar sorprendía porque el viajero se iba acercando a la montaña e inesperadamente la huella se hundía en forma casi perpendicular. Pancho se había establecido en Carpintería y desde allí salía los lunes por la madrugada hacia la escuela donde había sido designado y permanecía hasta el viernes a la noche o sábado a la mañana.
Aprendió a dormir con un dosel de arpillera sobre la cama porque del techo con ramas se lanzaban todo tipo de insectos y en algunos casos hasta víboras. Recibía a los alumnos que venían de kilómetros, les enseñaba, les hacía de comer, guisos, sopas y pucheros, los higienizaba y especialmente los libraba de los piojos con algunas quejas de los padres a los que no les gustaba que sus hijos fueran lavados con un líquido que despedía un fuerte olor.
En el tiempo que le quedaba libre juntaba fósiles, ya que el lugar era y aún es, un yacimiento importante de especies endurecidas en la pizarra montañosa por el paso de los años. Estos fósiles los coleccionaba en cajones de madera y cada tanto los cargaba en una mula para llevarlos a Carpintería.
¿Y su carrera deportiva?
En el pasado. No pensaba en ella, aunque mantenía la costumbre de hacer una hora de gimnasia diaria.
Con su esposa tuvieron dos hijos, quienes en la niñez se ocuparon de jugar con los trofeos y medallas ganados y con los fósiles coleccionados acabando con ambos.
Pancho tampoco hablaba de su época de deportista. Al instalarse en la ciudad capital de la provincia, profesores de educación física y algunos fanáticos lo visitaban para preguntarle sobre esa época y le comentaban que su récord cuyano seguía vigente pese a los años transcurridos. El respondía que se practicaba menos el atletismo y que su carrera no tenía nada de excepcional.
Esa desmemoria no tuvo en cuenta la obstinación de Edmundo Tello Cornejo que seguía guardando en su importante biblioteca notas, trabajos, marcas, reportajes, fotos de quien fuera gran amigo.
Pancho falleció en 1999, después de emprender varios desafíos. Tenía 82 años. Fue entonces que el hijo varón, ya adulto, conoció a Tello Cornejo, quien le relatara la hazaña de lograr el Primer Campeonato Argentino para la provincia de San Luis.
—Fue una lástima que abandonara el deporte —decía Tello Cornejo—. Hubiera llegado a ser mundial. En una exhibición logró una marca superior a la ganadora de las Olimpíadas de Berlín. Ese día corría viento a favor, lo reconozco, pero tu padre lo hubiera logrado.
Tello Cornejo lo invitó años después a una cena que se realizaría en el Palacio de los Deportes de Villa Mercedes donde se reconocería a los atletas más importantes de la ciudad y se designaría al mejor deportista del siglo.
La fiesta fue multitudinaria. Al llegar el momento de designar al deportista del siglo, Tello Cornejo le apretó el brazo.
El nombre de Francisco Sallenave electrizó al hijo.
—Vaya a recibir el trofeo —ordenó Tello Cornejo con ojos acuosos por la emoción.
El hijo subió el podio temblando con las piernas flojas.
Al recibir la distinción agradeció a autoridades y público, con voz quebradiza. Pensaba en su padre, un hombre que amaba la vida porque le permitía ponerse diferentes metas y conseguirlas, sin detenerse.
(*) FINAL- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.