Expresiones de la Aldea, San Luis

EL APRENDIZ

Por Jorge O. Sallenave (*)

Fabián Giménez era una persona común. Se desempeñaba como empleado en una farmacia céntrica de San Luis. Con horario extendido, no menos de diez horas por día. Solía tener franco cada quince días, pero en invierno cuando las personas son afectadas por resfríos, gripes, dolores de cabeza, colitis y otras virósicas, no se movía del puesto. ¿Se consideraba explotado por la patronal? En absoluto. Rosa, la farmacéutica, a punto de cumplir setenta y cinco años, con cincuenta de profesión, pequeñita, cabello con rulos que tiñe de un color entre amarillo y rojo, piel blanca con manchas marrones y lunares en el cuello ajado, lo quería como a un hijo y sabía reconocer su trabajo, elogiándolo y pagándole un plus que por lo general le duplicaba el sueldo de convenio. Elisa, la otra empleada, que tenía más o menos su edad, unos cuarenta años, era buena compañera y dispuesta para colaborar cuando la clientela arreciaba.

Fabián vivía solo en una habitación con baño en una casa antigua ubicada a media cuadra del negocio. Se comentaba que la casa había sido vendida a una empresa constructora que planeaba demolerla para construir un edificio en propiedad horizontal. El tema le preocupaba a Fabián porque se había acostumbrado a vivir allí. Rosa le dijo que no se hiciera mala sangre, si eso sucedía, él podía trasladarse a la habitación que existía en el patio de atrás donde tendría similares comodidades y con la ventaja de que tenía una pequeña cocina y que le saldría gratis porque ella no pensaba cobrarle.

Este tipo de gesto hacía que Fabián estuviera más contento con su trabajo y agradecido con la anciana patrona.

La admiraba y le gustaba escucharla contar sus primeros años de farmacéutica cuando los turnos, o sea la atención al público, duraban una semana por la escasa cantidad de farmacias que tenía la ciudad. En aquellos tiempos, decía Rosa, los inspectores de Salud Pública, me tenían a maltraer, una vez por mes, a veces más, controlaban la existencia de alcaloides, si la balanza de precisión funcionaba correctamente, que si los preparados que recetaban los médicos eran respetados y cosas por el estilo. A mí me mortificaba recibir esos funcionarios prepotentes.

—Menos mal que no se realizan más esas recetas magistrales —decía Fabián.

—Sí, las cosas cambiaron, no así los inspectores, que ya no son de Salud Pública, ahora pertenecen a la Municipalidad, a la Seguridad Social, a Rentas o a la DGI.

En realidad, la farmacéutica Rosa también había aprendido otras cosas. Por ejemplo, conseguir drogas de diferentes tipos que le entregaban “bajo cuerda” y ella vendía sin receta obligatoria ¿Obtenía un beneficio económico superior al margen oficial de ganancia? No, solo le daba la posibilidad de venderla a sus clientes sin que concurrieran previamente al médico. No sentía culpa ni se ruborizaba por la conducta que asumía. Ante Fabián lo justificaba: son personas enfermas. Por lo general con largo tratamiento. Clientes que toman la misma pastilla por años y deben gastar en una consulta para que el profesional termine dándole el mismo medicamento. Lo siento por los doctores.

Pero también aprendió a tratar con los curanderos o manosantas. Los escuchaba y solía aconsejarlos que usaran medicamentos de venta libre para sanar una conjuntivitis, un resfrío, un dolor de oídos.

Por esta atención a clientela tan particular, Fabián conoció a María Velázquez, una mujer de sesenta años, gorda, de grandes senos, pelo largo y blanco, sin arrugas en su tez morena, nariz aplanada, ojos pequeños, orejas grandes con lóbulos pequeños, la gordura era pareja.

Cuando Fabián ingresó a trabajar ella ya era clienta de Rosa. Una o dos veces por semana llegaba a la farmacia y se sentaba en una silla, resoplando como si se le escapara el aliento hasta que doña Rosa la atendía.

Fabián a solas, en los primeros tiempos le preguntaba a la patrona, si ella creía en brujerías.

—Por supuesto que no… pero que las hay, las hay —afirmaba.

—Yo creo que los curanderos hacen más mal que bien.

—Mi querido Fabián, los curanderos son los psiquiatras de los pobres. No les tengas desconfianza. En el arte de curar, las brujas tienen menos certificados de defunción que otros profesionales.

—Lo dudo. Creo doña Rosa que tiene prejuicios con la gente formada en la universidad. Me llama la atención porque usted es universitaria.

—Es probable que tengas razón, pero en este tema estoy convencida que la mayoría de las enfermedades son producidas por el cerebro. Un desfasaje de neuronas y aparece una enfermedad ¿Cómo se cura un mal que nace en la mente? La fe da mejor resultado que las pastillas. Si creés en alguien el cerebro se reordena. Los que van a consultar a un manosanta están dispuestos a creer en esa mujer u hombre que dice tener poderes especiales. Y es un buen principio para curarse. También es posible Fabián que los años me hayan hecho más blandita. Te aseguro que los curanderos hacen más bien que mal. Si hasta las religiones obran milagros en los creyentes.

Fabián tardó algunos años en lograr la confianza de María Velázquez. La mujer quería ser atendida por doña Rosa y mientras esperaba, a Fabián le contestaba con monosílabos cualquier pregunta que pretendiera un acercamiento entre ambos. Abundaban los sí o los no como única respuesta ante requerimientos de Fabián.

En una oportunidad Rosa, la farmacéutica, tuvo inconvenientes de salud que la obligaron a tres meses de reposo. Fue entonces que María Velázquez debió recurrir a Fabián y lo hizo por descarte porque era notorio que a Elisa, la otra empleada, le tenía menos confianza.

Fabián acostumbrado a lidiar con los diferentes caracteres de la clientela dejó que la curandera manejara la relación. Acierto que le permitió acceder rápidamente a un trato similar al que prodigaba la mujer a doña Rosa.

Un día cuando la atendía, María Velázquez le preguntó si él creía en la capacidad de ciertas personas de curar de palabra.

—Vea doña María. Es mi obligación dar la mejor atención al cliente, incluido decir mentiras piadosas para que no se moleste. Con usted seré franco, no solo por tratarse de una persona amiga de este negocio. Creo que la respeto más si digo lo que realmente pienso.

—Te escucho, si le das muchas vueltas no te creeré.

—Los que pueden curar, y no siempre, son los médicos. Para algo han estudiado y han obtenido su diploma. Los curanderos pueden tener algún acierto, pero es pura coincidencia. Espero que no se ofenda.

—Para nada, pero estás equivocado. Algún día te lo demostraré si tenés ganas de conocer la verdad.

—Estoy dispuesto a que me lo demuestre.

—Algún día… no seas impaciente.

(*) PRIMERA PARTE- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.