EL APRENDIZ
Por Jorge O. Sallenave (*)
Doña Rosa regresó al negocio y siguió atendiendo a María Velázquez con una diferencia, conversaba con Fabián entre resoplido y resoplido. En una de sus visitas le pidió si podía prestarle algo personal.
—¿A qué se refiere? —preguntó Fabián.
—Dos cabellos tuyos.
—¿Es una broma?
—Tómalo como quieras, pero necesito dos pelos de tu cabeza.
—¿Me los saca usted o me los saco yo?
—Acércate e inclínate un poco.
Sintió el tirón y un leve dolor en su cuero cabelludo.
—Ya está.
—¿Qué va a hacer con ellos?
—Ya te enterarás.
Así fue, pero un mes más tarde. La curandera le pidió que fuera a su casa ubicada en la zona norte de la ciudad, en el camino que va a la ruta.
Fabián estuvo a punto de negarse, tenía que tomarse un taxi y recorrer siete kilómetros. Un gasto importante, pero el exceso de curiosidad pudo más. Pidió permiso a doña Rosa para llegar un poco más tarde al día siguiente. Por supuesto no le informó el porqué de esa tardanza. Sentía vergüenza de ir a la casa de la curandera.
Casa que en realidad era un rancho de adobe, techo de paja, un tirante de madera para sostenerlo, pintado a la cal, con dos ventanas pequeñas y una puerta de poca altura y estrecha, con dos ambientes, uno usado como dormitorio y el otro como recepción, cocina, comedor y consultorio. Rodeado de bosque nativo, árboles de algarrobo, talas y espinillos; un parral al costado que servía para cubrir un patio de tierra donde se encontraba una mesa destartalada y cinco o seis sillas, algunas sin respaldar y enclenques.
El baño era un excusado, con paredes de adobe y techo de zinc. Gallinas sueltas y un perro viejo que permanecía echado cerca de la puerta del rancho, que se levantaba con esfuerzo, gimiendo, los ojos casi inútiles por lagañas pegadizas, flaco, los huesos de la cadera se demarcaban en punta cubiertos por la piel del animal, que mostraba peladuras rosadas.
Llamó golpeando las manos.
María se asomó por la puerta y dijo:
—Sos vos, pasá.
Fabián se sentía molesto con el trato confianzudo de la mujer cuando él la llamaba señora.
Abrió la reja que precedía a un patio pequeño cubierto por plantas en maceta. Se acercó a la puerta del rancho, pero como la curandera ya había ingresado pidió permiso y entró.
María Velázquez estaba sentada en la multifuncional primera habitación.
—Adelante muchacho, me da gusto que vinieras, vení a sentarte a mi lado —dijo indicándole una de las sillas.
—¿Cómo está?
—Bien, si no tengo en cuenta la falta de aire. Tengo los pulmones tapados o estrecha la garganta.
—No descarte el peso excesivo.
—Veo que el señorito está agresivo. Quizás le molesta haber venido a la casa de la curandera.
—Tener kilos de más dificulta la respiración, impiden moverse con libertad, agotan.
—Lo sé, aprendiz de boticario, pero a una dama no se le dice gorda, es ofensivo.
Fabián iba a replicar, pero desde afuera alguien llamó, golpeando las manos y diciendo en alta voz: ¡Doña María!
—Anda a ver quién es, no tengo ganas de levantarme.
Fabián se asomó por la puerta del rancho. Eran tres personas que sostenían a una cuarta.
—¿Quién la busca? —preguntó Fabián.
—Traemos a Deolindo.
Fabián le llevó el dato a la mujer de pelo blanco y largo.
—Hacelo pasar.
—Son cuatro hombres, se ve que uno de ellos no se puede sostener solo.
—Que lo acompañen hasta aquí. Después que salgan y lo esperen afuera. Vos Fabián te quedás conmigo.
Así se hizo. El hombre que no podía caminar fue ubicado en una silla donde estuvo a punto de caerse. El respeto de los recién llegados hacia la curandera estaba cerca de la devoción. Esta presentó a Fabián como su asistente y los hombres lo saludaron con marcada inclinación del cuerpo como si estuvieran frente a alguien de elevado rango. Después salieron al exterior.
—¿Qué te sucede muchacho? —preguntó María al hombre sentado en la silla que aparentaba una edad menor a la suya.
—Mire doña, ayer, cuando cruzaba la ruta, sentí que mis zapatos se llenaban de arena. No pude caminar más. Por supuesto que no tenía arena en los zapatos. Alguien que no me quiere me ojeó.
María Velázquez le explicó a Fabián Giménez que Deolindo vivía en Balde, un pueblo ubicado treinta kilómetros de San Luis, frente a la ruta 7.
—Lo conozco —le informó Fabián.
—Así que sentiste eso cruzando la ruta —la curandera siguió conversando con Deolindo.
—Sí, la arena entró de golpe y me apretaba los pies hasta que perdieron fuerza y me caí.
—Decime muchacho, sospechás de alguien que te hiciera este mal.
—Podría ser Mercado. Hace un mes nos peleamos en el bar del Turco. Los dos tomamos de más y una cosa trajo otra.
—¿Le pegaste?
—Solo le di un puntazo. Apenas si lo marqué, pero al retroceder tropezó y cayó sobre una botella que le hizo flor de tajo en el brazo. Le ha quedado una cicatriz.
—No culpés a ese muchacho. Él no tiene nada que ver con lo que te pasa —afirmó segura Velázquez.
—¿No?
—De otro lado sopla el viento. Aquí está metida una chinita. ¿Qué niña te quiere mal?
—Nadie doña.
—Pensá bien y no respondas cualquier cosa.
Deolindo guardó silencio hasta que la curandera lo intimó:
—Largá, no tengo toda la tarde para vos.
Con vergüenza el hombre contó que tuvo unos amores con la hija de un tal Benítez, que la dejó porque “le gustaba mandar y amenazaba contarle al padre lo que hacían, así me daba una buena paliza”.
—Ese es el rumbo… ¿No te parece Fabián?
Fabián sorprendido por la pregunta no respondió.
—Sacale los zapatos —ordenó la curandera.
Fabián dudó, pero ante la severa mirada de la mujer, se acercó al hombre y desabrochó el calzado.
—También las medias —agregó María.
Los pies de Deolindo quedaron a la vista, no se veía nada irregular.
—Dame una mano boticario. Poné esa mesita y ayúdame a ubicarme enfrente a este muchacho ojeado.
Comenzó a masajearle los pies mientras susurraba unas cosas incomprensibles. Deolindo se quejaba.
—Aguantá muchacho tenemos que sacar al mal.
Fue una media hora interminable, pero los quejidos de Deolindo disminuyeron.
La mujer se dirigió a Fabián y le ordenó que le alcanzara unos potes que guardaba en un armario.
Sacó ungüentos y masajeó los pies del supuesto enfermo. Otra media hora. El mismo murmullo. Al terminar cerró los potes y dijo:
—A ver muchacho, recemos. Démosle la patada final al trabajo de tu noviecita.
Por fin colocó las medias y los zapatos. Se persignó tres veces y anunció con solemnidad:
—Levántate, estás curado.
El hombre no se puso de pie de inmediato, tenía miedo.
—¡Dale niño!
Deolindo se levantó. Al principio estuvo a punto de perder el equilibrio, pero al tomar confianza se mostró firme.
—¿Cómo te sentís?
—Bien doña María. Como nuevo.
—Seguirás así, pero durante siete noches hervirás hojas de tala y las aplicarás en ambos tobillos.
—Gracias madre. Muchas gracias. Esto es para usted.
Deolindo le alcanzó un manojo de dinero.
—Déjalo sobre la mesa.
—Si pudiera le pagaría más.
—Lo sé.
—No traje nada para su asistente. El próximo viaje, aunque sea un chivito para agradecerle.
—Olvidate. Fabián es un aprendiz. Recién empieza. A su tiempo recibirá lo suyo.
—Gracias don Fabián. Muchas gracias.
—Llamá a los que están afuera, así regresan a Balde.
Los tres hombres al ver a Deolindo en pie, festejaron y agradecieron.
—Basta de charla. Tengo cosas que hacer.
Se despidieron. María y Fabián se quedaron solos.
—¿Cuál es tu opinión boticario?
—Mire señora. Pudo ser algo preparado por usted para convencerme de sus poderes. A ese tal Deolindo le falta algún tornillo en la cabeza.
—Tenés razón. Es lo segundo. ¿Sabés a cuánta gente no le funciona bien el balero? Tipos influenciables, débiles de carácter, con angustias galopantes, miedos. Bien, para eso existo yo. Les doy fe y esperanza.
—No creo que siempre tenga éxito.
—Muchos se van como vinieron. ¿Cuál es el mal que hago?
—Quizás un médico…
—Quizás, pero ellos fracasan también.
(*) SEGUNDA PARTE- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.