Expresiones de la Aldea, San Luis

EL APRENDIZ

Por Jorge O. Sallenave (*)

Fabián salió del rancho más molesto de lo que había entrado. Un gordo pelado estaba junto a la puerta de reja.

—La curandera lo espera —dijo Fabián y siguió caminando.

Mientras iba de regreso a la ciudad en ómnibus, miraba a través de la ventanilla las sierras de San Luis. Su atención no estaba vinculada al cordón montañoso. La curandera seguía siendo la dueña de sus pensamientos. Reconocía que la mujer lejos de tranquilizarlo lo había alterado más.

Se preguntaba qué lo llevaba a visitarla si la consideraba una estafadora de ingenuos o de personas con escasa instrucción.

Qué respuestas buscaba tratando con ella. Él se sentía feliz, sano y sin otros temores que los comunes, sin mayor importancia que aparecían cada tanto y se iban rápido. ¿Le molestaba su soltería? No ¿Sus escasos amigos? Tampoco.

Estaba conforme con la vida que llevaba, alegre por trabajar con doña Rosa en la farmacia. Tal vez, reflexionaba, mi vida es tranquila y sin sobresaltos y ése es el problema.

Esta loca es una puerta a lo que desconozco, a explorar ciertos límites que me ahogan en adrenalina. Y redondeaba: “A esta gorda no la visitaré más”.

En los siguientes meses Fabián volvía a pensar en María Velázquez. La curandera seguía haciendo compras en la farmacia. Cuando ella llegaba, Fabián le pedía a doña Rosa que lo autorizara a realizar un trámite fuera del negocio. Con esta excusa evitaba escuchar los resoplidos de la manosanta y sus conversaciones con la propietaria de la farmacia.

Pero la ausencia no podría prolongarse demasiado y muchas veces, cuando regresaba, ella seguía allí. Otro tema que la puso a María Velázquez en primer plano fue la decisión de doña Rosa de nombrar a un director técnico.

—¿Está desconforme con mi trabajo?          

—No seas malcriado. Me enorgullece que seas mi empleado, pero no sos farmacéutico. Tengo muchos años, demasiados. Me siento bien, pero ciertos días quiero regalonearme. Quedarme un poco más en casa, levantarme más tarde o salir a dar una vuelta.

Necesito a alguien que me reemplace. Y vos también lo necesitás, porque algún día dejaré de venir, me quedaré viendo televisión o leyendo o haciendo una torta. Le tomaré el gustito a la falta de obligaciones, pero la farmacia debe seguir abierta.

Será tu entera responsabilidad y sin director técnico mi deseo no se cumplirá.

Llegó diciembre, con mucho calor. Fabián se había trasladado a vivir en la habitación ubicada al fondo de la farmacia. El edificio donde viviera fue demolido y construían una torre.

María Velázquez le trajo un regalo a doña Rosa en la víspera de Navidad. Un cuadro de la Sagrada Familia. Grande, difícil de transportar para cualquiera, pero la curandera tenía muchos clientes y algunos oficiaron de changarines. Primero hasta la farmacia y después hasta la casa de doña Rosa.

Al despedirse se abrazó con la farmacéutica. Después se acercó a Fabián y le deseó felices fiestas dándole un beso en la mejilla. Al oído le dijo “Sufro, el tiempo se acaba”.

En una mañana de enero doña Rosa llegó a la farmacia más alegre que lo habitual. Se había enterado por un amigo que en la provincia del Chaco vivía una prima lejana, lo supo y comenzó a planear el viaje para conocerla. Venía de sacar el pasaje en la terminal de ómnibus. Saldría el próximo fin de semana y estaba dispuesta a quedarse unos quince días con esa prima lejana, si no la echaban antes decía.

—En El Chaco doña Rosa, en enero hace mucho calor —le decía Fabián.

—Nos vamos a sentir perdidos sin usted —le decía el director técnico, un muchacho recién recibido en la facultad local.

—A veces conviene que a uno lo extrañen —contestaba riendo la farmacéutica.

Hubo otras bromas, pero entró un cliente y cada uno se dedicó a lo suyo.

Doña Rosa se sentó frente al escritorio y repasó la lista de medicamentos que pediría a la droguería.

Al irse el cliente Fabián se acercó a doña Rosa para comentarle sobre unos faltantes.

La mujer, estaba inmóvil, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Había fallecido sin una queja.

Vivienda rural, en San Luis, hacia el año 1930. Foto: José La Vía.

Fabián la abrazó y desde donde estaba podía ver el gran almanaque que les regalara un corralón de materiales de construcción.

14 de enero.

En forma instantánea controló la hora en el reloj colgado en el centro de la pared.

Nueve y diez.

Fabián se ocupó del velatorio y de la tremenda tristeza que se abatió sobre él. En esos momentos de dolor no podía olvidar el vaticinio de María Velázquez.

Fue poca gente a despedir a doña Rosa. Algunos clientes, unos pocos vecinos. Quien no se separó de ella fue Fabián que estuvo acompañándola hasta que los restos mortales recibieron religiosa sepultura.

Le molestaba la falta de reconocimiento de la gente. Doña Rosa ayudó a muchos, se decía. Pero su molestia se potenciaba por la falta de presencia de la curandera que siempre recibió un trato preferencial y que se dio el gusto de anunciarle al oído que el tiempo se acababa.

Pensaba: “Acertó por casualidad, como si jugara a la lotería y la suerte la favoreciera.

Debió venir al velatorio, seguro que está sentada resoplando en una silla enclenque, atendiendo a tontos”.

La certeza del pensamiento se debilitaba frente al inconsciente que como letrero luminoso escribía: “Fabián, esa mujer tiene algo, es diferente, te da bronca porque no llegás a entender”.

La farmacia permaneció cerrada por duelo hasta el domingo. El lunes Fabián reabrió. El director técnico le preguntó si seguía trabajando.

—Como si estuviera doña Rosa —respondió Fabián.

El día martes el escribano de doña Rosa apareció por la farmacia con una escritura. Le explicó que la farmacéutica le había pedido que se la entregara cuando ella falleciera.

—Usted es el nuevo propietario de la farmacia.

Fabián recordó lo dicho por la curandera, pero no quiso demostrar su estado ante el profesional y dijo:

—¿Qué pasará con la casa, los muebles y demás bienes de doña Rosa?

—Ha hecho testamento a favor de una institución de beneficencia.

—¿Le debo algo?

—Doña Rosa dejó todo arreglado.

—Permítame hacerle una pregunta personal ¿por qué no asistió al velatorio?

—Porque la quería mucho, no sé si la respuesta le sirve. Por eso no fui.

Pasaron los meses y llegó el otoño. Durante todo ese lapso Fabián mantuvo la esperanza que María Velázquez fuera a la farmacia. La curandera no apareció.

En abril, Fabián no aguantó más y una noche después de cerrar, tomo un ómnibus para ir a verla. Había decidido algo y necesitaba decírselo.

Al llegar al rancho era tarde, pero la curandera antes de que llamara gritó desde el interior. 

—Pasá boticario.

Sentada en la silla de siempre le dijo:

—Acá está la mujer gorda que resopla ¿qué necesitás?

Resuelto Fabián contestó:

—Necesito aprender.

—Bien. Es un camino largo que se recorre con esfuerzo.

—No me importa.

—Lo sé. Por ahora seguirás en la farmacia. Ya te avisaré cuando ambos estemos preparados para trabajar juntos.

—Quiero empezar cuanto antes.

—No por eso el tiempo se apurará. Ahora ándate. Debo descansar.

—¿Volverá a ser cliente de la farmacia?

—Sí, mi muchacho. Como si estuviera viva doña Rosa.

(*) FINAL– Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.