¿UNA NUEVA REVOLUCIÓN?
A pocos meses de las elecciones en Nicaragua, la detención de líderes opositores se volvió portada de los medios de comunicación. La crisis, sin embargo, es de larga data
Agustina Bordigoni
“Los nicaragüenses que encabecen o financien un golpe de estado, que alteren el orden constitucional, que fomenten o insten a actos terroristas, que realicen actos que menoscaben la independencia, la soberanía, y la autodeterminación, que inciten a la injerencia extranjera en los asuntos internos, pidan intervenciones militares, se organicen con financiamiento de potencias extranjeras para ejecutar actos de terrorismo y desestabilización, que propongan y gestionen bloqueos económicos, comerciales y de operaciones financieras en contra del país y sus instituciones, aquellos que demanden, exalten y aplaudan la imposición de sanciones contra el Estado de Nicaragua y sus ciudadanos, y todos los que lesionen los intereses supremos de la nación contemplados en el ordenamiento jurídico, serán ‘Traidores a la Patria’ por lo que no podrán optar a cargos de elección popular, esto sin perjuicio de las acciones penales correspondientes establecidas en el Código Penal de la República de Nicaragua para los ‘Actos de Traición’, los ‘Delitos que comprometen la Paz’ y los ‘Delitos contra la Constitución Política de la República de Nicaragua’”.
El fragmento corresponde a la “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y la autodeterminación para la paz”, aprobada por la legislatura de Nicaragua el 21 de diciembre de 2020. El problema de esta legislación, más allá de su ambigüedad y amplitud, es que fue aprobada un año antes de las elecciones que se realizarán en noviembre, y que fue seguida de detenciones de políticos opositores que planeaban disputar la presidencia a Daniel Ortega y a su esposa, Rosario María Murillo Zambrana.
“Mecanismos para el reconocimiento de personas presas políticas”, una institución formada por diferentes organizaciones de derechos humanos y familiares de quienes están en prisión, asegura que desde las protestas de abril de 2018 a la actualidad, 124 personas permanecen en esta condición en Nicaragua.
El inicio de la crisis
Todo comenzó en 2018, cuando Nicaragua fue, como es ahora, titular de los medios internacionales de comunicación. Volvieron a recordarse las imágenes de Masaya, la ciudad centro de las protestas y en la que también se originó el levantamiento contra el último gobernante de los Somoza.
En 2018, lo que sucedió en el país era difícil de prever: Daniel Ortega había ganado por amplio margen las elecciones de 2016 (aunque algunas organizaciones denunciaban fraude) y la economía tenía cierta estabilidad. De hecho incluso algunos informes le daban al presidente altos índices de aprobación en su segundo año de mandato.
Pero al parecer, la procesión iba por dentro. O así venía a demostrarlo un estallido social con barricadas en diferentes lugares que protestaban primero contra cuestiones puntuales como la reforma del Sistema de Seguridad Social (que disminuía el monto de las jubilaciones), pero que luego se transformaron en un grito unánime de los manifestantes por la renuncia de Daniel Ortega. Si bien la reforma fue derogada, y tal como ocurrió en muchos otros países de la región, la llama estaba encendida y las protestas continuaron. Para el final, más de 300 personas murieron.
En ese entonces, los medios se ocuparon de mostrar el curso de los acontecimientos. Hoy, la detención de opositores pone a Nicaragua otra vez en el centro de las miradas. Pero no tanto: el tema reviste poco interés en Europa, con sus propios conflictos migratorios, y en Estados Unidos el papel de Nicaragua fue hasta ahora beneficioso, porque a través de un acuerdo con el expresidente Donald Trump retuvo la llegada de personas migrantes hacia ese país. Por lo tanto, según quienes critican al gobierno, Ortega aprovechó la oportunidad y la falta de atención para dirigir el país a sus anchas.
Lo cierto es que la detención de líderes opositores esta vez no pasó desapercibida y fue condenada por distintas organizaciones internacionales. Quienes defienden la postura del gobierno de Ortega aluden que esas mismas instituciones no condenan con la misma vehemencia a otros países.
Quiénes son los detenidos
Si bien las organizaciones defensoras de derechos humanos denuncian cientos de detenciones arbitrarias, el escándalo reciente tuvo que ver fundamentalmente con cuatro casos particulares: son los de Cristiana Chamorro Barrios (que lidera las encuestas para las elecciones de noviembre e hija de Violeta Barrios de Chamorro, que derrotó a Ortega en 1990), Arturo Cruz (ex embajador en los Estados Unidos del gobierno de Ortega y precandidato presidencial), y los opositores Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro.
Las causas de estas detenciones son “falsedad ideológica”, supuesto lavado de dinero, “indicios de atentado contra la sociedad nicaragüense y los derechos del pueblo” o por “realizar actos que menoscaban la independencia, la soberanía y la autodeterminación”, “incitar a la injerencia extranjera en los asuntos internos, pedir intervenciones militares, organizarse con financiamiento de potencias extranjeras para ejecutar actos de terrorismo y desestabilización”, delitos todos ellos de alguna manera calificados en la nueva ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y la autodeterminación para la paz.
Una nueva revolución
Más allá de los hechos puntuales de los últimos días, la crisis de Nicaragua tiene que ver también con la revolución que llevó a Ortega al poder.
Desde pequeño, Daniel Ortega, hijo de Daniel Ortega Cerda, escuchó los relatos de su la padre y de la lucha revolucionaria junto a César Augusto Sandino. Posteriormente, y tras participar de las manifestaciones contra Anastasio Somoza Debayle, se convertiría en uno de los líderes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, y dirigiría el país desde el triunfo del proceso revolucionario hasta 1990.
En 2007 volvió al poder y es hoy el mandatario con mayor tiempo en la presidencia en el país. Y planea seguir ese camino después de las elecciones de este año. Su mujer es la vicepresidenta desde 2017.
Pero la legitimidad que le dio ser líder de una revolución contra un régimen dictatorial se fue diluyendo con el tiempo. Quedarse en el poder implicó negociar con sectores otrora opositores y perder el apoyo de los históricos aliados. En efecto, durante las manifestaciones de 2018, algunos de esos exaliados popularizaron el grito “Ortega y Somoza son la misma cosa”, acusando al gobierno de controlar todos los sectores del poder, ejercerlo de manera autoritaria y abandonar los objetivos revolucionarios, entre ellos la distribución de la riqueza y la aplicación de una reforma agraria.
Por otro lado los jóvenes, que no vivieron los tiempos de Somoza ni la revolución, no tienen esa visión de Ortega como el hombre revolucionario que alguna vez fue. Pero además, y en el resto de América Latina, son precisamente los jóvenes quienes están iniciando sus propios procesos revolucionarios en contra del establishment. Y el establishment, después de tantos años en el poder y mal que le pese, es nada más y nada menos que el gobierno actual. Al fin y al cabo una revolución, por definición, no puede ser eterna.
Mientras el mundo mira, critica o defiende, la cuestión deberá resolverse en Nicaragua. La condena internacional podrá hacer su parte, pero la última palabra será del pueblo nicaragüense.
Es el pueblo quien debería decidir –sin intervenciones de ningún tipo–, qué es la revolución, quién la dirige y, a fin de cuentas, si desea o no emprender otra vez ese camino.