LA HENDIJA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Alfredo no lo podía creer. Una viejita que lo conocía de niño le había regalado un Renault 12, antiguo, pero sin uso. La anciana no manejaba y cuando el marido compró el vehículo, falleció a los pocos días. El automóvil quedó estacionado por años en la cochera.
—No lo puedo aceptar, se negó ante la propuesta de la mujer.
—Lléveselo, hijo. Ni debe arrancar. Busque un mecánico que lo ponga en marcha.
—Véndalo. Serán muchos los interesados.
—No me interesa hijo. No necesito el dinero. Mi difunto marido y yo no recibimos la bendición de un hijo. ¿Cuánto me queda?… ¡Parientes lejanos y abogados voraces se quedarán con todo!… No debo seguir hablando, me canso mucho. Hágale caso a esta mujer que podría ser su abuela. Mañana no quiero ver al Renault en la cochera… ¿Entendió hijo?
Alfredo agradeció y esa tarde se hizo acompañar por un mecánico de su confianza. Tocó timbre en la casa y cuando fue atendido por la anciana le preguntó si lo dicho por la mañana seguía en pie.
—Por supuesto. Sigo cumpliendo con lo que prometo. La “chochera” no se ha hecho cargo de mi cabeza.
Le llevó una semana poner en condiciones el automóvil y muchos pesos para sus bolsillos secos.
Su amigo, al entregárselo, le aseguró que se llevaba un cero km.
Otro amigo le había prestado una cochera porque Alfredo alquilaba un departamento dos ambientes.
Al regresar del trabajo, era agente estatal de baja categoría, salía a dar una vuelta por la ciudad y saludaba a los conocidos que cruzaba. Soñaba con recorrer la provincia. “Tengo libres sábados y domingos. Sobra para hacer un plan turístico anual. Cargo cañas y comida. Solo gastaré en la nafta”, pensaba.
El incluir cañas en el pensamiento se debía a su adicción por la pesca. Nada lo entretenía más que tirar una línea y esperar el pique, mientras tomaba unos mates. Sus idas a pescar alcanzaban el Potrero de los Funes o Cruz de Piedra, un lago y un dique cercanos donde se puede pescar pejerreyes de escaso tamaño. “Ahora iré a las lagunas, diques, ríos. Me he sacado la lotería”, afirmaba.
Como si la fortuna se hubiera inclinado hacia su lado, no tuvo inconvenientes en hacer la transferencia del auto. Doña Clara, así se llamaba la anterior propietaria, mantenía los papeles al día. Hasta las patentes anuales las había pagado. Fue a visitar la anciana para agradecerle el regalo que le había hecho, aclarándole que si se había arrepentido no se molestaría porque le resultaba un exceso de bondad por parte de ella.
—No mi niño. Soy yo quien te agradezco. ¿Sabes? Mi esposo soñaba con aprender a conducir, pero Dios se lo llevó. Estoy segura que Carlos desde el cielo aprueba mi decisión.
—¿Su esposo tampoco conducía?
—Nunca tuvo la oportunidad. La compra de un vehículo se postergó mil veces. Así es la vida.
—Mire doña Clara dispongo de los fines de semana. Usted me avisa y yo la paso a buscar.
—Mi niño… en otro tiempo te aceptaba el ofrecimiento, pero ahora no quiero moverme de casa. Ni si quiera voy a misa. Con los años uno se va quedando quieto. En casa me siento segura y si está en mis manos quiero morir aquí. Ella me conoce y yo la conozco. Se ingeniará para que no sufra. Nada de clínicas.
—Doña Clara, por qué no hablamos de otra cosa.
—De lo que quieras, pero eso no cambiará lo que te dije. No hace falta agregar que si caigo en la inconciencia te prohíbo que me traslades ya sea a un hospital o a tu casa. No deseo médicos salvadores. ¿Lo entendiste Alfredo?
—Sí doña Clara.
—Bien. ¿Qué te parece si me contás qué lugares pensás visitar con el Renolcito?
—Trataré de conocer cada rincón de la provincia. En especial todo lugar que tenga pesca. Iré a diques, lagos, lagunas, ríos y arroyos.
—Si Carlos viviera seguro que te acompañaría y tal vez te pidiera que fueran a Virorco, soñaba con conocerlo. Le hubiera comentado que en una laguna existían carpas de cinco kilos. Y si seguía subiendo la montaña podía pescar truchas en unos arroyos que son afluentes del Río de las Águilas o algo así.
—Sé dónde queda, pero no anduve ni cerca. Alguna vez he tomado un ómnibus interurbano para llegar a El Trapiche o a La Florida. En la última subida había un cartel que indicaba un camino de huella con la leyenda Virorco 15 km. Más de eso no sé. Para mí es una localidad serrana próxima a Estancia Grande.
—Es posible. Quizás pertenezca a la zona de Durazno alto. Ni vos ni yo somos especialistas en divisiones políticas. Lo que sí es que está al pie de las sierras de San Luis o en las primeras estribaciones. No debe ser sencillo ir.
—Es probable, pero con su auto me animo a todo.
El viaje a Virorco se demoró. Alfredo en su trabajo administrativo convenció a un administrador de una estancia ubicada al sur de Mercedes, con siete lagunas. Un asesoramiento informático recibió a cambio de una autorización para ingresar al campo
Hizo algunas excursiones con éxito, en su haber muchas capturas y de buen porte.
Recién en el mes de agosto decidió ir a Virorco. Para ese entonces había conseguido prestada una parrilla portátil, una mesa armable y una carpa para dos personas.
Durante la semana acopió víveres, aparejos y un sombrero de dos alas para que lo protegiera del sol. También se ocupó de preguntar sobre Virorco, así pudo enterarse que un ingeniero conocido era dueño de un campo que incluía una laguna pequeña y varios arroyos y una casa antigua grande construida en plena montaña, aunque la estancia se extendía hasta la cima. Le contaron que ese campo mantenía una tranquera que impedía el ingreso así que no dudó en ir hasta la casa del propietario, que él conocía porque era un contratado habitual del Estado provincial.
—Alfredo… qué te trae —preguntó el ingeniero al recibirlo.
—Cómo anda ingeniero. Perdone que lo moleste. Me gusta pescar y me han dicho que en Virorco existen unas truchas criollas importantes.
—Te han dicho bien, pero las truchas arco iris no se quedan atrás, hay que subir bastante hasta alcanzar los arroyos y hacerlo a pata, o sea, tener un buen estado físico.
—¿Le gusta pescar?
—En absoluto. Mi interés lo centro en los miles de metros cuadrados que debo construir en tiempo y forma. La pesca es para poetas o filósofos. Personas que no tienen compromisos terrestres. Lo malo que son muchos los pescadores, tipos ansiosos por mostrar un trofeo. Esa ambición los lleva a no respetar la propiedad privada, ni vedas. Por esta razón me vi obligado a cerrar la huella que conduce a mi campo con una tranquera. Aun así, pocos dan pelota. Así son las cosas.
—Por eso lo molesto. Vengo a pedir autorización para pescar en su campo.
—No lo puedo creer. En veinte años es el primer pescador que pide permiso. Mirá que en San Luis nos conocemos todos. Pese a los pocos años que tenés, actuás con la formalidad y el respeto de 1900. Desde ya contás con mi aprobación. Es más, te daré una copia de la llave del candado. Andá a pescar cuántas veces quieras. Te recomiendo antes de pescar en la laguna, llegarte hasta el puesto del viejo Sosa. Así él se entera. Yo le he dicho que si advierte la presencia de extraños tire unos escopetazos al aire.
—¿Y cómo llego?
—No hay forma de extraviarte. La huella es única y un kilómetro después de la laguna está la casa principal. Tan antigua como grande. A un costado el rancho del puestero.
—¿Qué le digo?
—Que sos pariente mío y que te he dado una copia de la llave para que él no se moleste. Esa rutina la respetás en todos los viajes.
(*) Primera parte- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.