Expresiones de la Aldea

En la vereda de los sueños

Por Milagros Amieva (*)

Nací el 6 de noviembre de 1989, en la vereda de mi casa, bajo la vista de la mayoría de mis vecinos y el médico partero contratado para la ocasión. Mamá aseguraba que todos se sorprendieron al ver a un bebé salir de la vagina de su vecina dentro de una Pelopincho llena de agua, pero yo creo que al único al que le agradó ver aquella imagen, fue al señor Gervasio Siosio, nuestro vecino inválido que, desde que tengo memoria, vela por la atención de mamá.

Mónica Barroso, una madre hecha y derecha, alérgica al barro, mencionó que grité desde que vi la luz, algo borrosa y acuosa supongo yo, hasta que me sostuvo entre sus brazos transpirados. Nunca le recriminé las circunstancias de mi nacimiento, ¿para qué?, si mientras iba creciendo me daba cuenta de su forma tan amorosa de acompañarme y guiarme durante gran parte de mi vida.

Yo la amé como si fuera el conjunto de mejor amiga y prima favorita. Ella me amó como si fuera su comadre, esa que odia el barro tanto como para no tener contacto con él.

Mi sueño desde chiquita fue ser cantante. Practicaba en mi vereda, en el lugar  donde nací, porque mamá decía que mi energía fusionada con la suya para traerme al mundo durante el parto sería mi boleto de oro para mejorar y crear canciones. Yo le creí, y no sé, pero con el pasar del tiempo, gracias a mis vecinos como oyentes, me di cuenta, por sus aplausos que mi voz mejoraba.

Calculo que fue eso lo que atrajo a Juan Carlos Parraverde a mi vereda, hicieron falta cinco siestas cantándole bajo el sol para que me pidiera ser su novia; acepté porque creía en mi capacidad y no me limitaba, pero con su ayuda de billetes de dos pesos para llegar al estrellato, esos que no sumaban mucho pero que yo los recibía con entusiasmo o por pena, y porque mamá decía que era maleducado mandarlo a volar y tirarlos en su cara; con su amor y

aliento en mi futuro, aunque eran casi inservibles para mí, sino, hubiera puesto más y las cosas hubieran sido distintas.

Durante meses ahorré, con billetes de cambio y mi bolsillo como alcancía, para poder llegar al escenario más grande y extravagante. Juan Carlos Parraverde no pinchaba ni cortaba en mi camino, así que después de varios meses aguantando a él y a sus billetes, terminé devolviéndole toda su ayuda monetaria. Juró arruinarme y decirle a todos que era la peor cantante en todo San Luis; decidí no discutir, así que le tiré los zapallos hervidos que cocinaba aquella vez hasta asegurarme que ya no estaba más en mi vereda.

Mi adolescencia fue inolvidable gracias a mamá; me gustaba jugar a luz verde, y hablar con mamá tomando mates, me gustaba sentirme libre en mi cotidianidad, pero un 4 de noviembre de 2017, todo eso se terminó; mamá cayó en una enfermedad sin nombre y sin cura, irreconocible ante la medicina. Un sábado se durmió en su cama, y después de tener unas horas de bienestar, que me hizo pensar que la enfermedad se había ido, sus ojos brillaron como nunca antes lo habían hecho, y me miraron sin moverse por unos cuantos minutos, hasta que sus lágrimas empezaron a caer, y las mías también, y como si hubiera sido una estrella fugaz, el brillo se fue, las lágrimas se secaron, pero ella siguió mirándome. Mi cuerpo inmóvil tardó en darse cuenta de lo que realmente estaba pasando, y cuando quise gritar el nombre de Gervasio, mi voz no salió.

Se fue con una enfermedad diferente y única, tal como ella anhelaba ser durante toda su vida, pero también se llevó mi voz, y no me hizo falta pensar por qué lo decidió así, pero a medida que pasaban los años sí me planteé mi vida sin ella, mi sueño sin ella.

Pintura de Vladimir Volegov.

(*) Soy poesía cuando necesito expresar algo que con palabras no puedo, y otras veces, soy una adolescente de 18 años proyectando metas a futuro, y uno de esos objetivos es viajar fuera del país, y escribir toda mi vida. También me llamo Milagros Amieva.