LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
EL PERSONAJE
Puso la luz de giro, dobló a la izquierda y enfrentó la tranquera de entrada a La Quinta. Buscó la llave del candado en la guantera y descendió del vehículo. El camino que conducía a la casa, ubicada en el centro de la propiedad, doscientos metros más adelante, invisible desde su posición por los castaños que la rodeaban, era de tierra y bordeado por retamos floridos. Abrió el candado y regresó al automóvil. Alguien que pasaba por la ruta hizo sonar la bocina y Horacio Spunter levantó la mano en señal de saludo. Con la ventanilla abierta recorrió despaciosamente el último tramo. Detuvo la marcha frente al portón de hierro, pero no tuvo necesidad de bajarse: Cipriano venía por la galería, seguido por Caldo y Bastón. Spunter colocó primera y con cuidado entró al parque. Detuvo el automóvil debajo del acacio, cerca del aljibe. Cipriano le dio las novedades del día como él sabía hacerlo: frases entrecortadas, pausas extensas; encogido a medias y suplicante. Después dijo que daría agua a los perros y se alejó seguido por ellos, quejándose sin entusiasmo cuando alguno dificultaba su paso inseguro. Spunter observó cómo el hombre llenaba una cacerola sin asas. Caldo, ovejero de pelo blanquecino, bebió en forma atolondrada, ruidosa, como masticando el agua. Bastón, más joven y de menor talla, se mantuvo a distancia, atento, y no bien el otro animal tomó un respiro, hundió su cabeza oscura en el rudimentario bebedero.
El viento infló una telaraña prendida a las ramas del acacio. Spunter esperó un nuevo movimiento de la tela para acercarse. Una araña de patas largas y cuerpo negro permanecía inmóvil. “¿Qué espacio se necesitaba para estar en paz?”, se preguntó. Y esa pregunta tenía un solo objetivo: afirmar su decisión de abandonar la ciudad para refugiarse allí, en La Quinta, con la intención de sintetizar su vida en las páginas de una novela. “Si hubo una decisión me pertenece”, concluyó recordando el alejamiento de hermanos, sobrinos y amigos. “Ni penas, ni dudas, ni remordimientos”, afirmó convencido de que con esa enumeración rechazaba cualquier comparación antojadiza con la araña. Dicho esto fue a sentarse en el muro de piedra laja que dividía el terreno engramillado del patio de ladrillo.
Observó las sierras (tres en total, la alta y robusta en el medio). Parecían al alcance de la mano, pero para llegar a ellas, era necesario cruzar todo el fondo de La Quinta, un camino de tierra que nadie usaba y aventurarse en el monte virgen por estrechas y tortuosas sendas de animales, que en época de lluvia se cubrían de agua embravecida. Después pensó que el patio de ladrillo se había transformado con los años en el corazón de la casa. “Las cosas se dieron al revés” sentenció. “Por eso siempre entro por aquí”. Olvidando que solo en ese patio podía ver sin límites las estrellas o el movimiento discontinuo de las luciérnagas. Spunter eligió el dormitorio que usaría a partir de esa noche. Se decidió por el de mayor amplitud, el segundo entrando por el pasillo, con ventana a la galería cubierta. No fue una elección arbitraria: le desagradaba dormir en cama individual y solo allí había una de dos plazas. Limpió el placard y acomodó la ropa.
Apenas pasado el mediodía cruzó la tranquera posterior del parque y se dirigió a la casa de Cipriano. Caldo apareció bajo el parral, con su cola parada y el pelo encrespado, pero al reconocerlo vino a su encuentro. Bastón no tardó en unírsele. “Es una suerte que Cipriano los quiera tanto”, pensó. Los animales estaban gordos y seguían al peón por todas partes. “No es común que esta gente quiera a los perros”. Recordaba otros caseros rodeados de perros flacos, llenos de garrapatas, maltratados. “A lo mejor, ahora que viviré aquí, se acostumbran a dormir allá”, y con allá quiso decir su casa. Cipriano apareció por la puerta con la camisa abierta y el pelo revuelto. “Dormía la siesta”, pensó Spunter.
—¿Te desperté?
El hombre negó con la cabeza, sin mirarlo de frente.
—Olvidé decirte que cierres la tranquera de entrada, como si yo no estuviera.
Spunter iba a explicar el motivo de tal recomendación cuando reconoció que no tenía sentido confesar su necesidad de estar solo a alguien como Cipriano.
—¿Cuándo te visita tu hija?
—Los domingos… a veces—respondió el peón, siempre mirando a un costado.
—Que entre por el callejón del alambrado—dijo Spunter luego de una pausa, refiriéndose al callejón que usaba al principio, cuando La Quinta solo era monte virgen y barrancas. Al llegar la noche, Spunter sacó una reposera al patio de ladrillo y se sentó. Consideraba que estaba en condiciones de ocuparse de su objetivo: escribir. Pero también tenía en claro que no podía escribir sin antes haber pensado. “¿Sobre qué puedo escribir?”, se preguntó. Y pensó en su vida. Recordó hechos y personas hasta llegar a Cipriano, pero lo desechó de inmediato como también a hermanos, sobrinos y amigos. “Nadie escribe sobre lo que no conoce y yo desconozco los huecos profundos de sus almas”. Miró el cielo estrellado: “La imaginación ayudará. No es necesaria la convivencia para adivinar alegrías, pesares y ternuras de la gente”. Luego se empecinó en contar las luces que veía entre los árboles. “Casas… gente, cada luz tiene una historia y yo no tengo ninguna. Dentro de poco esas historias invadirán La Quinta. Me encontrarán aquí, los pies sobre la pirca, puro esqueleto, sin haber escrito una frase…” La reflexión quedó trunca porque escuchó un roce de telas en fuga que le paralizó el corazón y el razonamiento. El ruido se repitió. Miró en dirección a los frutales, pero le fue imposible distinguir una figura. Lamentó haber apagado la luz de mercurio ubicada en el centro del terreno engramillado, frente a los galpones. ¿Ahogó una exclamación o escuchó un tenue quejido? Quizás las dos cosas sucedieron, pero no tuvo valor para dilucidarlo y entró en la casa. “Por la mañana averiguaré”, dijo, y esa determinación le sirvió para no sentirse huyendo. Cuando su mano tomó el picaporte de la puerta la vio. Frente a él, dentro de la casa, en el pasillo, una joven le sonreía.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Spunter, y en menos tiempo que le llevó pensarlo supo que la pregunta carecía de sentido porque la imagen desapareció. “Un reflejo” aventuró, porque necesitaba encontrar respuestas y cualquier suposición era apropiada. No se detuvo en detalles: que la muchacha era agraciada, que no tendría más de 16 años, que en la muñeca le brillaba una pulsera con dijes, que el moño que ataba su pelo debía ser de seda, con un armazón interno ordenándole la forma. “Solo la imaginé, yo buscaba un tema y sin darme cuenta imaginé a esa joven en el pasillo”. No obstante, Spunter no dudó en recorrer la casa y, aunque no bajó al sótano, colocó una mesa encima de la tapa clausurando la salida. Inspeccionó el tiraje de la estufa porque “alguien menudo bien puede caber en la chimenea”. Hecho todo esto se acostó. Apagó la luz y se quedó con los ojos abiertos recordando a la muchacha. Debía desprenderse de ella si pretendía dormir. “Un pensamiento se sobrepone a otro”, reflexionó.
Trató de pensar en algo que borrara el pelo castaño, la pulsera con dijes y el gesto familiar de la joven. Pero seguía nervioso y fue hasta el baño para lavarse la cara. Al regresar vio luz en la cocina. “Olvidé apagarla”. Pero esta excusa llegó tarde porque su mente se aferraba a esta idea: “Lo hubiera notado antes de acostarme”. “¿Qué hago?”. No tuvo tiempo de encontrar una respuesta, con la velocidad que tiene lo inesperado, la muchacha vino a su encuentro. ¿Vino? No fue así, porque Spunter se enfrentó con la joven como si un pase de magia la materializara frente a él.
—¿Cómo vamos a solucionar nuestro problema? creo que mamá ya lo sabe —dijo la joven y Spunter sintió el aliento tibio acariciándole el rostro— Ayúdame Horacio… estoy llena de vergüenza.
Spunter iba a recordar después el liviano aire de la huida. Por supuesto que en ese momento Solo tuvo conciencia de que la joven ¿la visión? desapareció. No la siguió, su valor no daba para tanto. Se dejó caer en una silla: “Sufro un desequilibrio, invento fantasmas”. Trató de tranquilizarse: “Debo encontrar la causa de mi estado. Algo me obliga a inventar un rostro, la pulsera, su tono de voz y las palabras”.
Supuso que no debía faltar mucho para el amanecer ya que no escuchaba sonidos en la ruta: “Hay una hora en que el tránsito se debilita, se detienen los conductores noctámbulos y los madrugadores salen de sus casas”. Se acomodó en la silla y cerró los párpados. “¿Y si es verdad…? ¿Si en este instante está detrás de mí o ronda la casa mirándome a través de la ventana?”. Dispuesto a alejar sus dudas sentenció: “Ella Solo vive en mi fantasía. Se trata de una sombra que al golpear mi conciencia toma vida”.
¿Por qué supuso Spunter que no estaba solo en la habitación? ¿Por qué se sintió observado? ¿Por qué esa seguridad de que la muchacha estaba a su espalda? Quizás porque se había convencido de que solo imaginaba y que nada de lo que ocurría le era extraño. “Me está mirando”, pensó y abrió los párpados sin apuro. Planificó que su desinterés fuera notorio y giró con lentitud la cabeza. Ella estaba allí. Tomándose un brazo. Entre los dedos agarrotados brotaba sangre.
(*) Primera parte