Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

EL PERSONAJE

—Mamá me lastimó. ¿Qué culpa tengo yo para recibir su odio? era tu obligación contenerte… ¡Vaya triunfo seducir a alguien que te ama desde que nació! —recitó la muchacha sin soltar su brazo, aunque esto no impedía que la sangre cayera al piso. Spunter reaccionó: “Yo podría decir lo que ella dice. Representa. ¿Quién se expresaría así si no fuera un personaje? Si quiero ir más allá… si me apasiona este relato, debo creer que esto ocurre y no sueño”. Decidido a continuar vivenciando la posible historia ofreciendo nuevas posibilidades, se levantó del sillón, pasó al lado de la joven y, sin volverse, se dirigió al dormitorio. Allí esperó. 

El amanecer tardó en llegar. La ventana del dormitorio daba al oeste y la galería retuvo la oscuridad hasta que el sol superó con amplitud el horizonte. Spunter estaba desilusionado: nada había sucedido. Se asomó con cautela por la puerta del dormitorio. Con la misma actitud, se dirigió a la sala para después ir a la cocina. Al regresar a la sala y ver manchas oscuras en el piso, ni siquiera consideró la posibilidad de que fueran una señal de lo ocurrido la noche anterior: “La casa necesita limpieza”, se dijo. 

Después de bañarse se sentó al escritorio, separó una hoja de papel y escribió en la parte superior: “Una sombra que golpea la conciencia” y “la noche tiene alma de cortesana”. Cuando estuvo seguro de que no iba a cambiarlas, en el centro de la hoja anotó: Stella y María. Un nombre debajo del otro. Subrayó el primero y al lado agregó: La hija. Al segundo lo encerró en un cuadrado y colocó con letra pequeña y de imprenta: La madre. “Aquí tengo una historia”, afirmó alegre. Encerró lo escrito en un círculo y al pie de la página puso la siguiente oración: “Horacio Spunter tiene dos amantes”. 

Al mediodía salió a caminar. No se propuso un recorrido extenso: el sol fuerte de verano enrarecía el aire. Desde el patio de ladrillo vio a Cipriano podando el ligustro que cercaba la pileta. Bajo la sombra del acacio, Caldo y Bastón dormitaban alertas; al aproximarse a ellos movieron sus colas y alzaron las cabezas. Como había dispuesto no salir del perímetro del parque, avanzó por el terreno engramillado, pero en diagonal, rodeando los galpones. Al llegar a los frutales cortó un durazno y lo probó. Solo un bocado para después tirarlo. Repitió la operación con ciruelas y damascos. Estos, de maduración temprana, tapizaban el suelo de color naranja y Solo algunos se mantenían en las ramas. En su circuito alrededor de la casa, Spunter llegó hasta los castaños de troncos robustos, de espeso follaje y abundantes flores amarillas. Lo atraía ese lugar: la tierra apisonada tenía consistencia de baldosa permitiendo un desplazamiento cómodo bajo el techo natural que ocultaba el cielo. “Es como una burbuja”, pensó, recordando que en esa zona no había moscas ni mosquitos pese a la proximidad de los frutales. El sitio era silencioso, solemne.

Fue entonces que se preguntó por qué había bautizado Stella a la muchacha y María a la madre. Ninguno de los nombres le pareció apropiado para un personaje. “Comunes”, sentenció, aunque después reflexionó que los nombres no son de por sí determinantes. “Todo depende de la fuerza de quién los lleve”. Aun así prometió cambiar el nombre de la madre: “Demasiado peso religioso”. Pasó al lado de la galería cubierta y cuando se disponía a entrar en la vivienda decidió ir en busca de Cipriano que estaba a punto de terminar su tarea: necesitaba saber si alguien más vivía en La Quinta o podía entrar en ella sin ser visto. Cipriano pareció no entender. Respondió que el casero del vecino había muerto hace años y la casa seguía desocupada. Spunter quiso precisar su interrogante: 

—Y en la casa… ¿nunca notaste algo extraño? —sin darse cuenta de que el requerimiento era aún impreciso. 

—¿Por los ruidos dice usted…? Son lauchas. En una casa abandonada siempre hay bichos… 

Spunter optó por regresar. Al pasar cerca del aljibe, en realidad un pozo en desuso, buscó una moneda. Se acercó a la boca y la arrojó al vacío. La moneda desapareció sin hacer ruido. Al tirarla formuló un deseo: que su imaginación no se agotara. Concentrado en su pedido no advirtió tres hechos: que Cipriano lo observaba, que la araña del acacio había extendido su tela cubriendo varias ramas del árbol y que el aire del pozo, después de recibir la moneda, se volvió cálido, con olor a flores descompuestas.

A Spunter le pareció que la noche no llegaba nunca. Deambuló por los dormitorios, comió excesivamente y no pudo leer. No salió de la casa por temor a que un nuevo paseo debilitara su imaginación impidiendo otro encuentro con Stella. Al atardecer, recordó su promesa de cambiar el nombre a uno de sus personajes. Fue hasta el escritorio. Sin sentarse tachó María y escribió Diana. Disconforme, hizo una cruz sobre Diana y al lado colocó Paulina. Repitió el procedimiento con otros nombres, hasta que al final escribió María: “No hay mejor nombre para una madre. Si quiere llamarse así, que se llame”, agregó, estremeciéndose porque reconocía una voluntad distinta a la propia.

Ante la falta de acontecimientos, Spunter fue a sentarse en el patio de ladrillo. “Vuelvo al lugar del crimen”, reflexionó mientras se acomodaba en la reposera. Quizás por esta reflexión, que en principio le pareció graciosa, no miró las estrellas como en la noche anterior. Pendiente de sonidos y silencios, movía la cabeza de uno a otro lado intentando identificar su origen. A veces la brisa cálida del norte se cortaba y escuchaba la música del Centro Vecinal y también el tránsito en la ruta. Por no haber dormido lo suficiente o porque la brisa comenzaba a sofocarlo, se sintió cansado y abandonó el patio convencido de que esa noche Stella no se presentaría y era conveniente reponer fuerzas porque “un hombre exhausto no tiene imaginación”. Agradeció que las sábanas mantuvieran una temperatura agradable. Apagó la luz del velador y durmió. Lo despertó el calor junto a su cuerpo. Alguien estaba a su lado acariciándolo. El instinto le ahogaba la razón y Solo pensó que Stella había regresado. Por eso cuando musitó “Supuse que hoy no vendrías”, aceptó de buena gana que su compañera ¿imaginaria? lo amara. 

—¿Por qué no iba venir? —la pregunta llegó después, pero en una voz diferente a la de Stella, y eso fue suficiente para que él abandonara la inconciencia.

—¿Esperabas a mi hija? ¿Eres tan necio que confundes su amor con el mío?, ¿Acaso sientes igual en los brazos inexpertos de esa niña? 

Spunter tanteó la mesa en busca del velador y encendió la luz. A su lado no había nadie. Y aunque era evidente que en la cama estaba solo, corrió la sábana superior como si con ese gesto pudiera descubrir a su compañera. “María”, y usó el nombre como plataforma de las siguientes ideas: “¿Por qué se presentó así? Tarde o temprano este encuentro debía suceder… pero no de esta forma… ¿Mi capacidad Solo puede alimentar el rostro de Stella? Con sueños y eyaculaciones adolescentes avanzaré a tropezones”. La puerta de la habitación, entornada, se abrió con lentitud, sin ruido, pero el hecho no pasó inadvertido para Spunter. “Mi voluntad va por buen camino…conoceré a María”. Desde el lugar en que se encontraba, en la cama, sentado, apoyado sobre el respaldar, Spunter tenía una visión parcial de la pequeña sala que precedía a la recepción. 

—Vamos… mi imaginación te llama—usó el tono normal de su voz, pero el silencio lo amplificó. 

Se escucharon ladridos “¡Vaya!, casi he gritado, Caldo y Bastón me han oído. No tardarán en llegar”. La cabeza de Bastón apareció por la ventana, detrás de las rejas. Al instante surgió Caldo. Spunter abandonó la cama y se dirigió hacia ellos. Los animales, que habían seguido su desplazamiento, gruñeron. 

—Tranquilos…, tranquilo Caldo.

Las palabras produjeron el efecto contrario: los perros dejaron al descubierto sus filosos dientes y redoblaron los gruñidos amenazantes. 

—¿Qué diablos les pasa? —dijo Spunter buscando una respuesta ante la situación inesperada. 

Aunque la reja que cubría la ventana alejaba el peligro, los lomos erizados y la falta de reconocimiento en los ojos brillosos le dio miedo…tanto, que Solo atinó a retroceder. Caldo debió comprender que el objetivo quedaba fuera de su alcance porque abandonó su puesto. Spunter recobró en parte la tranquilidad. Comenzó a ponerse el pantalón sin perder de vista a Bastón. 

—¡Perros de mierda!, mañana mismo le digo a Cipriano que se deshaga de ustedes—sentenció terminando de abrocharse el cinturón. 

—Yo no alimentaría su odio, sobre todo si he dejado la puerta abierta—la voz femenina sonó a su espalda. 

Spunter giró la cabeza, pero detrás suyo no había nadie. “Otra vez ella”, y ya no sabía si se refería a la madre o a la hija. “Dejé bien cerrada la puerta… ¿por qué insisto en creer lo contrario?”. 

Los gruñidos amenazantes se duplicaron en el pasillo. “Tal vez esto no es más que un sueño” pensó Spunter. 

En la penumbra del amanecer, dos mujeres arrastraban con esfuerzo el cuerpo de un hombre. La que iba adelante, la que tiraba de las manos, era de mediana edad; la otra, la que a duras penas cargaba las piernas, una adolescente. Descansaron en el muro que separaba el patio de ladrillo del suelo engramillado. Al reiniciar la marcha, tomaron el cuerpo por el torso. Cuando llegaron al aljibe, y luego de algunos intentos, lograron arrojarlo por la boca. El cuerpo cayó sin ruido por el túnel oscuro. Se aplastó en el fondo, contra las rocas húmedas, cubriendo el reflejo dorado de una moneda. 

(*) Segunda parte