LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
LA VOZ
—Llamaré a Epifanio. Tenemos que encontrarlo —dijo y agregó sin convicción—Seguro fue un perro…
—A lo mejor Solo estaba herido… ¿Cómo no te diste cuenta? ¡Con qué par de imbéciles tengo que remar! ¡Un perro! ¿Cómo se te ocurre? ¿Desde cuándo un perro carga setenta kilos y sale corriendo? Fue gente del partido. Me suena más razonable. Huelo un guerrillero a cien metros y no me resultará difícil dar con ellos—replicó con vehemencia Chino.
En el aljibe, la Voz recuperó su tono suave para hablar al recién llegado: “Vamos a conocernos. Me contarás tus recuerdos y yo te hablaré de los míos. Pero no ahora. Ellos comienzan la búsqueda y no sería justo que tan inútil tarea careciera de testigos”.
Epifanio dejó atrás los galpones para internarse en el cuadro de frutales. Caminaba despacio, como si diera un paseo. Lobito cruzó la tranquera del fondo y avanzó por el camino rodeado de álamos. A poco de andar pensó que el que había robado el cuerpo de Martín no iría por allí, sino bajo los nogales y de inmediato cambió de rumbo. El suelo, tierra hecha barro, se hundía con cada paso. “Tiene razón Chino, un perro no arrastra setenta kilos. Pero si fueran del partido nos hubieran atacado. Tenían a su favor la sorpresa y nuestro descuido. Claro que bien puede tratarse de un simple ciudadano. De ésos que meten la nariz sin que los llamen”. Mientras tanto Chino llegó a la casa de Cipriano. Golpeó la endeble puerta. Desde adentro le llegaron los ladridos de Caldo y Bastón. Volvió a golpear. Escuchó pasos, un ruido de traba liberada y el rostro del peón se asomó por la hoja entreabierta.
—¡Dejame pasar! —dijo Chino empujando la puerta con tal fuerza que Cipriano recién se detuvo en el centro del cuarto.
Chino miró a su alrededor sin preocuparse por la actitud amenazante de los perros. Manchas de humedad cubrían las paredes. A un costado, un catre de campaña. Más atrás, contra la pared, un aparador antiguo y sobre él la fotografía de una niña enmarcada en plata. En un rincón, una palangana de loza con pie de hierro; al lado, una toalla pendía de un clavo.
—¿Dónde está? —preguntó.
—¿Quién señor? —dijo Cipriano con la cabeza gacha, la mirada esquiva.
Chino lo tomó del cuello y lo atrajo hacia él.
—¿Adónde metiste al pendejo?
A Cipriano se le agotó el aire. Su agresor lo miraba a los ojos, sonriente, disfrutando de la impotencia de su víctima. Por esa razón no vio cómo se alargaban los colmillos de Caldo, ni la baba enrojecida de Bastón.
En el fondo del aljibe, las sanguijuelas se adhirieron a la piel blanquecina que cubría las rocas. Al ondularse el agua les flameó el cuerpo y debieron succionar con fuerza para no desprenderse. “Ya ves”, dijo la Voz, “el olfato de nuestros experimentados soldados falla. Te buscan demasiado lejos. Con asomarse a este hueco te hubieran encontrado. Pero el resultado será el mismo. Cualquier camino que tomen los traerá de vuelta”.
(*) Sexta parte