LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
LA VOZ
Lobito tropezó al cruzar una acequia. Cayó de bruces. Sintió el barro en la cara. Al tratar de erguirse, un peso enorme se sentó sobre su espalda. La lluvia aumentó. El barro fue amontonándose junto a su boca. Frente a sus ojos los gusanos surgían de la tierra húmeda. Lobito cerró la boca, pero los gusanos, resbalando sobre la piel mojada, alcanzaron su nariz y se deslizaron por las fosas nasales hasta prenderse en su garganta. Epifanio había llegado al bosque de castaños. Miraba los grandes árboles y buscaba una explicación: “¿Por qué fue así? No creo que Él tenga la culpa. Caminos hay a patadas y uno elige el que quiere.
Yo estoy seguro de que a Él nuestra elección lo entretiene. Nos acompaña para sorprenderse con el resultado. Ahora mismo debe estar a mi lado. Por pura diversión ha borrado el futuro de su memoria y espera. Es posible que sienta de igual manera: anhela una salida, que termine esta historia equivocada”. Detenido en la oscuridad, bajo la lluvia, Epifanio imploró una liberación: “Sí estás aquí, te ruego que hagas algo. Mueve un solo dedo y los que se llevaron al chico me encontrarán. Avanzaré hacia ellos con lentitud, les facilitaré el blanco.
Quiero salir de una buena vez y tú tienes la llave de todas las puertas”. Aguzó los sentidos. Solo silencio y tinieblas. Después de unos minutos continuó la marcha para completar su recorrido alrededor de la casa. Al acercarse al automóvil decidió cerrar el baúl. En la caja, con las manos atadas y la cabeza ensangrentada, estaba Martín. Pensó que Chino o Lobito se le habían adelantado y que esa noche su compañero de ruta y él tenían mala suerte. Frustrado, bajó la tapa con violencia. “Seguiré esperando”, dijo y agregó: “Te pedí que movieras un dedo. Sospecho que no lo harás, por lo menos hoy. Lo acepto como condena. Pero si te demoras, quizás encuentre valor y ya no te necesite”. Después pensó en sus compañeros: “Estarán felices por haber recuperado al muchacho. Mañana podrán mirar a los jefes sin temor”.
—¡Lobito! —llamó entrando en la casa, y al no obtener respuesta avanzó por el pasillo hasta la puerta de la sala. Se detuvo en el umbral. Desde allí vio a sus compañeros sentados a la mesa, junto a la chimenea, inmóviles. Y supo que algo ocurría con la certeza del presagio. Se acercó a ellos y aunque su voluntad le ordenó volver la cabeza, no pudo hacerlo: la garganta desgarrada de Chino y el rostro agusanado de Lobito le acapararon la mirada.
—¡Mi Dios! —gritó.
Tal era su desamparo que Solo atinó a implorar la asistencia de quien lo acompañaba en su camino. La plegaria fue útil: pudo abandonar la casa. A los tropezones, jadeante, resbaló al cruzar el muro de piedra laja y cayó. Amortiguó el golpe con sus manos, pero aun así no evitó que su rostro se hundiera en el barro. Se levantó con dificultad. El dolor en las muñecas era intenso. La ropa húmeda se le pegaba al cuerpo. Llegó hasta el automóvil tiritando. Sentado frente al volante, pensó que al final de cuentas lograría su objetivo: “Los jefes se sentirán molestos. Necesitarán desquitarse con alguien”. Dio arranque al motor. En el camino hacia la tranquera recordó que Martín, su última víctima, iba con él, en el baúl. “Somos dos muertos a la deriva”. Al trasponer la tranquera se detuvo. Bajó del vehículo y la cerró. Por un instante miró en dirección a la casa. La noche era profunda y llovía. En ese momento, en el aljibe, en realidad un pozo en desuso, la Voz decía a Martín: “No te preocupes, Solo lleva tu cuerpo descarozado”.
(*) 7ma parte