LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
El brujo que hablaba con los muertos
Ricardo Yñaga no se hizo brujo en un santiamén. Le llevó años convencerse de que lo era y durante ese tiempo cambió, por fuera y por dentro. Enflaqueció y se le curvó la espalda. Perdió el cabello y la calvicie descubrió un cráneo puntiagudo, de piel blanca, que contrastaba con el color rojizo de su barba ensortijada, crecida hasta el pecho. Se le sumieron las mejillas de tal forma que los pómulos agudos y su nariz aguileña parecían despegadas del rostro. Los ojos, en principio celestes y vivaces, se adormecieron en un tinte gris. Adoptó como única vestimenta una sotana raída, calzó sandalias, tanto en verano como en invierno, y se colgó collares de fantasía. Hablaba poco y pensaba mucho. ¿Cómo vivió durante esos años? Se levantaba temprano. Sentado en la vereda, apoyaba el mentón en las rodillas y entrecerraba los párpados. Daba la impresión que dormitaba. Sin embargo, mantenía el cerebro despabilado y con los rayos del sol iluminándole la calva se preguntaba cosas como éstas: “¿Seré brujo? ¿Qué hacen los brujos? ¿Podré espiar lo que va a suceder?” Con esas inquietudes permanecía allí hasta el mediodía, momento en que se trasladaba a la iglesia para pedir limosna. Los niños le hacían morisquetas y rondas. Los adultos hurgaban sus bolsillos y le arrojaban alguna moneda. Regresaba a su casa al anochecer, y después de tomar caldo o té, se acostaba sin despojarse de la sotana. Antes de dormirse buscaba alguna referencia y recordaba a los brujos que conocía. Personajes que quemaban velas, dibujaban cartas astrales, fabricaban filtros para el amor, leían borras de café o esferas lustrosas de vidrio. Yñaga deseaba algo distinto para él, ambicionaba un destino extraordinario.
Una mañana, doña Paca, importante vecina del barrio, tropezó con él. Venía apurada, cargada con paquetes, seguida por Teófila, la criada, una adolescente boba. El aspirante a brujo y la matrona cayeron al suelo. Las naranjas fueron a parar a la calle, los huevos se partieron con escupidas doradas, la manteca lubricó la vereda. Doña Paca era de genio fuerte. Insultó a Yñaga con ganas. Lo llamó monje en desgracia (la sotana tuvo que ver en esta definición), colorado enclenque (la imagen nació aquí por la barba enrojecida y su extrema delgadez), muerto de hambre charlatán (verdad a medias, porque si bien podía calificarse a Yñaga de muerto de hambre, era totalmente falso que abusara de la palabra).
El aprendiz de brujo, asustado, intentó detener a la enfurecida mujer prometiendo un imposible: pagarle los daños. Y como la promesa no surtió el efecto deseado aclaró:
—Le haré ganar a la quiniela. Para eso soy brujo… juegue al 84, en la Nacional.
Doña Paca se enfureció aún más e Yñaga optó por huir, pero, al pisar un tomate, resbaló y volvió a su posición original, o sea, de espaldas sobre el suelo. El golpe cambió el humor de la matrona y también el de Teófila, la criada.
—¿Al 84? —preguntó doña Paca mientras limpiaba su falda y reía.
Yñaga asintió.
—Pero con dos cifras no se gana mucho—reflexionó la mujer, inclinándose sobre él hasta casi tocarlo.
—Juegue al 484—respondió el brujo sin dudar, porque suponía que cualquier vacilación la irritaría de nuevo.
—Lo haré… y no me costará nada echarte del barrio si no acertás. Tenemos demasiados pordioseros por aquí.
Yñaga pasó el resto del día rogando que el número saliera. No dudaba de que la mujer cumpliría su promesa y temía por las consecuencias de un nuevo enfrentamiento. Estuvo a punto de abandonar el barrio antes de que se efectuara el sorteo. Pero se quedó. Y el anhelado 484 salió “a la cabeza” y esa misma noche doña Paca fue a verlo a su casa, seguida por los vecinos, y no bien lo tuvo al alcance le dio un fuerte abrazo. Hubo vivas, aplausos y felicitaciones. Habían descubierto un nuevo brujo. ¿Pensaba lo mismo Yñaga? Por supuesto que no. Ni por asomo se adjudicaba alguna injerencia en lo sucedido. Sin embargo, aprovechó los vientos favorables. Desde esa misma noche vivió y actuó como brujo.
Demoraba sus movimientos, aparentaba una concentración intensa, hablaba en tono profundo, mantenía la distancia, saludaba inclinando levemente la cabeza, salía poco. Recibía a sus clientes con rigurosa cita previa, sentado en un gran sillón de madera, de respaldar alto, con la mirada ausente, las manos cruzadas sobre el abdomen, acariciando cada tanto su larga barba rojiza. Pero, aun así, con esa nueva personalidad que le permitía ganar dinero y adeptos, Yñaga sufría. Agotado por su propia incapacidad, no conciliaba el sueño. Pensaba y pensaba. Pero la conclusión era siempre la misma y lo agobiaba: estaba tan lejos de su objetivo como siempre. En una de esas noches en que de tanto pensar desfallecía, hubo un corte de luz. Después la lámpara hizo guiños: “Alguien necesita hablarme”, se dijo. La afirmación nació espontánea, libre de antecedentes y no bien pensó así, la silla de alto respaldar dio un pequeño salto. Yñaga no se asustó. Sentado en el borde de la cama esperó una nueva señal. Como nada sucedía se aproximó a la silla quieta. Al ir a apoyar su mano en el asiento, se contuvo. Si alguien la ocupaba no le correspondía a él dar el primer paso. La silla volvió a saltar, acercándosele. Sonrió complacido. Ahora sí podía apoyar la mano y lo hizo con decisión. La piel le transmitió el calor de la forma invisible que ocupaba el asiento.
—Estás ahí—dijo sin saber a quién se dirigía, pero convencido de que era escuchado.
La luz se cortó definitivamente. La forma cálida le aferró la mano y habló en tono dolido: “Buscame en el zanjón antes de que las raíces me hundan para siempre”.
No supo qué hacer hasta la tarde siguiente, cuando todo el barrio se afanaba por encontrar un adolescente extraviado. Fue entonces cuando pensó que su destino no era otro que comunicarse con los muertos y dictaminó ante el asombro de la gente:
—Ha fallecido. Lo veo en el zanjón, de espaldas al cielo, besando la tierra.
En los días posteriores, analizando los hechos, formuló la siguiente regla: “Los muertos anuncian su presencia corriendo muebles o cortando la luz durante la noche”. Intentó ahondar más: “¿Por qué de noche? ¿Qué tiene la noche?”. Y después de darle vueltas a este interrogante aceptó que a los muertos los atraía el silencio y la soledad. “La noche es quietud y ausencia”, resumió. Convencido de su razonamiento compró tapones para los oídos y decidió ser célibe de por vida. Los tapones le aseguraban noches silenciosas; la soltería, soledad definitiva. Un mes más tarde llegó a esta conclusión: “Los muertos necesitan ayuda”, y se preguntó si él estaba en condiciones de ayudar a alguien. Como la respuesta fue negativa decidió apoyarse en la fe. Compró una cruz, la hizo bendecir y la colgó en la pared, sobre el respaldar de su cama. “Nadie mejor que Dios para recibir demandas”. Cuando consideró que había puesto las bases para dialogar con personas fallecidas, tuvo una actitud egoísta: eligió a su interlocutor. “Hablaré con mamá”. Y como no era hombre arbitrario, justificó su deseo elaborando otra regla: “Los muertos siguen atados a los sentimientos que tuvieron en vida”. No dudó de esto y creyó firmemente que su madre lo visitaría de un momento a otro porque lo había querido mucho. Para asegurarse que su fe no fuera burlada, mantuvo siempre cerca un objeto de la difunta. De allí en más, antes de acostarse, guardaba bajo la almohada el anillo de bodas de su madre muerta.
¿Qué sucedía en La Quinta mientras Yñaga se hacía brujo? La Voz bebía el aire preñado de olores marchitos en el fondo del aljibe. Gozosa, acariciaba el alma solitaria de quien la escuchaba y decía: “El amor de los hombres confunde. Acostumbrada a la apacible oscuridad, a las relaciones ordenadas de mi universo sombrío, la pasión de un hombre me enceguece y atrae. Me atrapa en una malla incandescente. Y a decir verdad no me resulta desagradable la calentura que cobija. Sin embargo, aun enajenada, reflexiono y regreso a este frío inmenso. ¿Te extraña? He aprendido a distinguir más allá de las apariencias. Ahí tienes a este hombre que sirve de lecho a las sanguijuelas. No dudé en hacer su gusto. Fui su amante duplicada. Puse a su disposición la inocencia de una joven y la experimentada voluntad de su madre. Diferencias bien profundas que él ni siquiera notó. Fue un insulto a mis ansias. ¿No entiendes? Me entregué como ambicionaba ¿y qué logré? Para él, Stella era igual que María. Denigró mi esfuerzo. Ignoró la sutil representación que le ofrecía. ¿Y qué decir de Modavel? Interesado en ser fiel a sus principios, no advirtió que quien lo tenía entre sus brazos valía mucho más que cualquiera de sus esposas. De esos hechos, de otras historias, aprendí a no engañarme con estremecimientos que semejan violentos terremotos. Supongo, si la eternidad nos da tiempo, que llegará el día en que no necesitaré meterme en un cuerpo ajeno para que ardan mis entrañas”.
Cipriano plantó tres sauces cerca de los galpones y rosales entre los frutales. Cortó algunos álamos, los más viejos. Desamuró la placa de bronce y revocó el pilastrín. Pintó la tranquera de entrada y la del fondo, la que permitía acceder a los cuadros de nogales. Intentó, sin resultado, dar forma a los retamos, podando las desordenadas y débiles ramas. Mantuvo una pequeña huerta con dedicación, se ocupó de que nunca le faltara agua y que las heladas tardías no le hicieran daño. También luchó contra plagas y malezas. Mientras hacía todo esto pensaba en Matilde, su hija.
(*) 13ra entrega