Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

El brujo que hablaba con los muertos

—¿Quién nos llama? —preguntó Lobito a su fantasmal acompañante.

—Alguien a quien no le importa interrumpir nuestro sueño—respondió Chino.  

Yñaga, con el pecho sumergido en el color blanco, supuso que adelantaría el barrido de su mente si hundía la cabeza. Con esa idea dobló el cuello y se inclinó hacia delante. Sintió que su ganchuda nariz rozaba la superficie. Una ampolla reventó cerca de su frente, otra se abrió camino entre los pelos de su barba. Cerró los ojos y embistió. No advirtió cambio alguno: los muertos seguían ausentes. A su alrededor todo era blanco, pero sin el menor indicio de un alma sufriente. Se preguntó cuál sería la falla y de qué manera podría atraerlos. Necesitado de respuestas eligió una al azar: “Dentro de mí sobreviven colores”. Y abrió su boca para atragantarse de blanco.

Fue un error. Del centro de su cerebro le llegó una advertencia: “Te ahogarás. Dejarás de respirar. La muerte por asfixia es dolorosa”. Yñaga no quería morir y por reflejo irguió la cabeza. Se descubrió en la cama, con los puños apretados, el cielorraso inmóvil. Al mismo tiempo Chino y Lobito sufrieron un fuerte sacudón. Intentaron sostenerse en vano, fueron arrastrados por el pasillo, atravesaron la puerta de chapa y Solo se detuvieron al llegar al lugar de donde habían salido. Allí, sobre la tierra abierta, el pensamiento de los hombres se soldó y fue en busca de reposo.

A la mañana siguiente una mujer de edad empujó la tranquera de La Quinta. Al comprobar que estaba cerrada no dudó en montar sobre ella. Una vez arriba se detuvo sobre el travesaño, para después dejarse caer del otro lado. Cipriano, que se encontraba reparando una acequia, dejó la pala a un costado y fue a su encuentro. Como la mujer avanzaba por el camino y Cipriano a campo traviesa, recién la alcanzó en el portón de hierro, donde alguna vez Modavel colocara la placa “En Armonía”.

Doña Paca caminaba con rapidez, mirando el suelo. Al descubrir a Cipriano se sobresaltó.

—¿Quién es usted? —preguntó con tono atiplado.

—¿A quién busca? —dijo el peón parándose frente a ella y de espaldas a la casa.

—¿Es la casa de Yñaga? —interrogó doña Paca, pese a que su gusto hubiera sido insistir con la primera pregunta.

—No está—se limitó responder el peón.

—Lo esperaré—dijo doña Paca y rodeó al peón en busca del portón de hierro.

—No puede pasar… el señor no está—reiteró Cipriano e intentó detenerla aferrándola de un brazo.

Doña Paca se liberó de un tirón. El incidente acicateó su mal humor.

—¡Será mejor que no me toque! —gritó y luego de una pausa redondeó la advertencia—¡O le rompo la cabeza!

Yñaga apareció por la galería cubierta.

—Está bien, la señora puede pasar—ordenó al advertir de quién se trataba.

Doña Paca hizo un gesto de desprecio a Cipriano, empujó una de las hojas del portón e ingresó al parque.

—Lo necesito —dijo acercándose a Yñaga—¿Dónde podemos hablar a solas? —preguntó mirando a Cipriano.

Yñaga la guió hasta el patio de ladrillo.

—¿Desde acá no nos escucha? —interrogó doña Paca, inclinándose hacia delante para confirmar si el peón se mantenía junto al portón de entrada.

—Hable tranquila. Ya se fue. Estamos solos.

No era así. La Voz despertaba en el aljibe, la araña de patas largas se guarecía del frío en la corteza del acacio, el animal de piel aceitosa afilaba sus dientes en un hilo de alambre. Todos atentos a la conversación del brujo y la matrona.

—¡Teófila sueña! —dijo la mujer—¡Y sueña con usted! Anoche tuvo una formidable pesadilla. Teófila es corta de entendederas pero tranquila. Tendría que haberla visto: se revolcaba en la cama, echaba espuma por la boca. ¡Un espectáculo terrible! Imposible dominarla… y eso que me le tiré encima. Lo llamaba a usted. Una y otra vez. El barrio entero se despertó con sus gritos, menos ella… y eso que yo la aplastaba contra el colchón. Hasta que decidí darle unas buenas cachetadas… aun así tardó en recuperarse. ¿No le parece extraño?

—¿Qué? —preguntó Yñaga con la única finalidad de darse tiempo para reflexionar.

—¡Muy extraño! —exclamó la matrona sin preocuparse por la falta de respuesta—usted se va del barrio y Teófila, que no sueña nunca, se mete dentro de una pesadilla de los mil diablos… Después de la quinta o sexta cachetada se despertó y me abrazó como si la persiguieran mil almas en pena. Estuvo a punto de asfixiarme, pero al final logré calmarla y después de un rato la convencí de que me contara el sueño. Yñaga tomó las manos de la mujer y con un gesto ambiguo la alentó a seguir con el relato.

—Usted estaba muerto. A su lado, con una sotana negra, había otra persona. Teófila no podía verle el rostro, pero sí las manos: puro esqueleto. Era, sin dudas, la muerte. Usted la llamaba a Teófila. Insistía para que ella les hiciera compañía. Usted quería que se muriera y la atraía como imán. Teófila tenía miedo de morir y luchaba. Pero al final la pobre niña cayó en sus brazos. Creyó que ya nada podía hacer, pero fíjese, cuando su resistencia era nula, se le alargaron los labios y le nació una trompa de piel dura, agrietada, cubierta de pelos. Y con esa trompa, Teófila comenzó a chuparlo por dentro… hasta que usted quedó tan seco que con Solo soplarlo lo transformó en polvo. ¿Qué me dice?… ¿Es o no es extraño? ¿No será una señal? ¿No intentará alguien llamar nuestra atención por intermedio de esa inocente criatura? Yñaga se planteaba los mismos interrogantes sin decirlo. Para él, lo sucedido se relacionaba en forma directa con su deseo de hablar con los muertos y éste era un tema que consideraba excluido de cualquier comentario con terceros, Solo reservado para su pensamiento: “Teófila tiene la mente en blanco, o casi. La naturaleza le ha dado lo que a mí me cuesta tanto esfuerzo. ¿Qué recuerdos guarda un idiota? Anoche, mientras ella soñaba, yo empujaba mi memoria al olvido. En algún momento nuestras mentes se aproximaron. Yo no pude llegar al final, Teófila sí. Por eso recibió mi imagen y la del muerto. Porque quien estaba a mi lado era un fallecido que necesitaba hablar, de eso no tengo dudas. Paca puede creer que se trataba de la muerte, su ignorancia la justifica, pero yo sé bien que detrás de ese concepto abstracto existe la individualidad. No hay muerte, hay muertos. Y anoche, la mente limpia de Teófila, recibió a quien yo debía recibir”.

—Está bien doña Paca. No se preocupe. Todo el mundo tiene pesadillas. No debe darle importancia. Teófila es nerviosa. Los nervios hacen soñar mucho—dijo el brujo pretendiendo calmar a su interlocutora.

—No sé —dudó la mujer—. Para mí se trata de un presagio. ¿De dónde sacó que le crecía una trompa capaz de robarle el alma?

—Los sueños no tienen lógica—respondió Yñaga.

Pero su pensamiento iba por otro rumbo: “Ese es el mensaje” se decía. “Debo vaciarme de vida si deseo hablar con un difunto. Lo de la trompa es un símbolo. El canal que necesito para sacar hasta el más ínfimo de los recuerdos. Ninguna referencia debe quedar dentro de mí. Debo parecerme a un muerto”.

La Voz, atenta, dijo: “¡Por fin deja de dar vueltas sin sentido! La conclusión está al alcance de su razón: los muertos Solo hablan con muertos”.

Pasado el mediodía, Yñaga acompañó a doña Paca hasta la tranquera. Frente a la ruta le reiteró que no se preocupara más por los sueños de Teófila. Ella se despidió con un abrazo prolongado. El la vio alejarse con su andar imperioso, desafiante y brusco. Regresó a la casa rápidamente. Lloviznaba de nuevo y el viento del sur se colaba por la sotana helándole la piel. El cielo, encapotado de nubes bajas y grises, perdió brillo y adelantó el atardecer. Se sentó en la recepción, frente a las dos ventanas que daban al bosque de castaños. Los árboles, apagados, sufrían el invierno. La penumbra, la llovizna, la naturaleza recogida, afirmaron la concentración del brujo, que se dejó caer sin resistencia alguna en el centro de sus pensamientos. “Los percibo. Me rodean. Compartimos el mismo interés. Hemos derribado miles de murallas y Solo nos separa una delgada lámina. Aunque en estos menesteres nada es frágil. Pero lo lograré… Lo lograremos”.
La noche llegó con suavidad, como una prolongación de la tarde. Yñaga preparó la comida y se sentó a la mesa. Si bien estaba ansioso por lo que suponía iba a ocurrir, comió con lentitud. Sentía que había llegado a la meta y cada movimiento debía ser solemne. Al acostarse, tomó el crucifijo y el anillo de su madre muerta. Por lo sucedido en la víspera desechó los tapones. Con las manos cruzadas sobre el pecho, debajo de su barba rojiza, se dispuso a dar el último paso. Miró el cielorraso y dejó que el color blanco lo envolviera. “Debo participar”, le dijo la Voz a quien la escuchaba. La corriente del sótano que había dejado de reflexionar se movió inquieta. El pensamiento de los dos hombres enterrados cerca del aljibe, no opuso resistencia y se asomó a la superficie, dividiéndose. El animal de piel aceitosa cruzó frente a los galpones arrastrando la panza sobre el terreno engramillado. Caldo y Bastón aullaron sin respiro.

En la ciudad, Teófila dormía. A su lado, doña Paca le cuidaba el sueño; cada tanto se acercaba a la cama y miraba los labios de la criada.

(*) 15ta entrega