Expresiones de la Aldea, Tertulias de la Aldea

Recuerdos de campo y de ferrocarril

Por Hilda Rodríguez

Mi padre era ferroviario, se llamaba Esteban Rodríguez, recuerdo pasar tardes inolvidables en su trabajo, me enseñó de todo, entre otras cosas a leer y escribir el Código Morse, en el Telégrafo. Los jefes y encargados de las estaciones, utilizaban el Código Morse, para comunicarse con sus superiores. Mi papá, por ejemplo, se comunicaba con sus jefes que estaban en La Rioja desde Villa Mercedes, a través del Código Morse. Y durante esa comunicación se hacía absoluto silencio para no distraer al responsable de ese mensaje, que informaba las novedades diarias. La Rioja era una de las oficinas centrales del ramal del Ferrocarril General San Martín, con sede en nuestra ciudad.

Mientras mí papá trabajaba, yo no me separaba de él. Me enseñó a manejar los Blocs con los  se daba el boleto de Vía Libre para autorizar la pasada de los trenes. Este boleto, se colocaba en un aro que tenía un bolsillito. Este aro se colocaba en un poste de hierro, (con una escalerita), que tenía un engranaje especial para encajar el aro, que era sacado de un tirón, por el acompañante del conductor de la máquina del tren. Y yo era la que me subía a la escalera del poste para encajar el aro con el boleto de Vía Libre. Y también recogía el aro que era arrojado desde la máquina del tren para reponer el que se llevaban, ¡cuánto recuerdo! Todas las tardes acompañaba a mí papá a prender la luz de la Señal para la pasada del tren, y que estaba, más o menos, a unas dos cuadras de la Estación, si mi memoria no me falla.

En época de clases debíamos separarnos. Mi madre y yo quedábamos acá, en Villa Mercedes, para asistir a la escuela. Mi papá se ausentaba por 24 días. Casi un mes. Tenía cuatro días de franco y debía volver a su trabajo. Se iba en el tren. Yo sufría mucho su ausencia. Cuando se iba lo acompañaba una cuadra, hasta la calle Brasil. Me daba un beso y se iba. Hasta ahí, todo bien, pero al volver a mi casa me invadía la inmensa tristeza de saber que no estaría conmigo, por muchos días. 

Lloraba un largo rato sentada en la cama. Siempre era así. Me faltaba su tierna y amena compañía, el encanto de sus conversaciones, en las que me daba consejos, corregía mis errores con ternura, y entre otras cosas, me contaba recuerdos de su vida de joven en el campo. 

Uno de los más conmovedores e inolvidables, era el de las noches crueles de invierno, en las que le tocaba dormir a la intemperie, sobre el apero del caballo, en pleno campo, para cuidar el ganado. Y los perros que lo acompañaban se acurrucaban junto a él y le compartían su calorcito. Él también, amaba a los animales al igual que yo. Pero, principalmente a los perros, porque siempre lo habían acompañado.

Durante su ausencia, nos escribíamos cartas, cito alguna de las que él me mandaba. En una me decía, después de saludarme, que yo le había pedido en mi carta anterior, que me dijera cuánto me quería. Pero que eso era imposible, (palabras textuales) “porque son tantos cielos, que no caben en este papel tan chiquito de la carta”. Recuerdos que son tesoro en mi corazón.

En el andén de la estación San Luis del Ferrocarril General San Martín, en el año 1944,
un grupo de personas espera la llegada del tren. Foto: José La Vía.