LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
Todos juntos en Navidad
(Siguiendo a Yñaga)
“¿Por qué hay buena y mala suerte?”, se pregunta. Y en años no ha logrado una respuesta. Por tanto fracaso alimenta un pensamiento único: descubrir la razón por la que esa nube que lo acompaña, un día riega y otro mata. No le interesa la suerte de todos. Ha vivido demasiado para mantener un interés tan difuso. Quiere saber solamente sobre él, su mujer y su hijo. Necesita una regla mínima de convivencia entre la noche y el día, la felicidad y el dolor. En eso piensa e inunda a Yñaga con tenacidad. Sepúlveda ha descartado que la nube cargue en igual medida energía positiva y negativa. Ha advertido que hay personas que van de la mano con lo nefasto y otras abrazadas a la dicha. Él quiere integrar el segundo grupo y supone que de alguna forma encontrará el camino. “¿Qué herramienta usar?” inquiere, acostumbrado a su trabajo de mecánico. Se promete que en La Quinta encontrará la respuesta y que si es necesario será egoísta y demandará a Dios una solución. Por pensar así, recuerda que la Navidad está próxima. El destello se hace fuerte hasta hacerlo olvidar el anterior tema. “Pondré luces a un nogal. El más alto”, afirma. Aunque no lo sepa, con esa idea (armar un árbol de Navidad gigantesco) intenta una disculpa. Su conciencia profunda lo hace actuar así. El piensa recurrir a su Creador con un problema personal y es justo que le demuestre su fe.
El animal de piel aceitosa regresa por donde vino. Atraviesa la mesa, salta y se desliza por el hueco que hiciera en la chimenea. No bien pasa, los ladrillos vuelven a su lugar. “¿Qué persigue?”, Se pregunta Yñaga, porque ningún acto del animal le es indiferente. Sepúlveda apaga el cigarrillo y se dirige a su dormitorio, pero después cambia de opinión y entra en el cuarto de Álvaro. Se acerca a la cama y con sus manos rudas aventa a escasos centímetros de la cabeza del muchacho dormido, como si pretendiera alejar a un insecto. Yñaga sabe que el gesto tiene otra finalidad: ahuyentar la temida mala suerte. Luego de contemplar la escena decide abandonar la casa.
La Voz del aljibe, en realidad un pozo en desuso, elude el contacto con la piel blanquecina de Spunter y se sienta junto a Martín. Para acercarse al joven, es una muchacha de piel suave, sonrisa tenue, ojos que acarician con inocencia: “Nuestro invitado ha vuelto a pensar en la suerte. Lo hará varias veces en los próximos días. Pero cualquiera que sea su esfuerzo es imposible que acierte. ¿Sabés por qué? Su fracaso —no será otro su destino—es dejar a la suerte en la mano de Dios, como si no existiéramos. Nada adelantará, lo doy por seguro, si no advierte los espíritus que lo rodean. Para ser sincera, aun en el supuesto que sospechara este mundo, le será imposible desligarse de la idea que Dios todo lo resuelve. Y ésta será la razón de su derrota. Pero no hablemos más de él, no tiene sentido anticipar los hechos. Déjame conocerte. Tarde o temprano abandonarás esa actitud temerosa. ¿Por qué no esta noche? Anímate”.
Yñaga piensa que la intimidad es digna de respeto. Tanto en la vida como en la muerte. Y se aleja. Comienza a caminar hacia el fondo y, cuando está a punto de atravesar la tranquera, le viene a la memoria lo aprendido en el atardecer y vuela hasta el canal maestro.
Sepúlveda se desviste. Con suavidad descorre la sábana y se acuesta. Abraza a Amalia, quien al sentirlo suspira con agrado y busca sus labios. No bien dejan de besarse, con los cuerpos entrelazados, él le susurra:
—Vamos a hacer un árbol de Navidad… el más grande que hayas visto.
La mujer sonríe y como sabe cuál es el mayor interés de su marido le dice al oído:
—Hemos tenido suerte.
Cipriano no puede dormir. No dormirá esta Navidad. Siempre en esa época del año el recuerdo de Matilde, su hija, lo desvela. Más que nunca desea su regreso. Que de una vez por todas abandone la ciudad y viva con él. Sabe, y ese conocimiento lo entristece, que Matilde no volverá. Quienes recibieron su promesa se encargarán de mantenerla lejos.
El brujo se sienta en la compuerta y se pregunta si él tiene suerte. “En vida sí” contesta de inmediato, porque recuerda su interés por ser brujo y cómo, con ayuda de doña Paca y Teófila, lo logró. “No todos los hombres consiguen lo que quieren”. Pero al reflexionar sobre su presente, duda: “No sé si la suerte me acompaña de este lado”.
Así como anunció reglas para comunicarse con los muertos, intenta lo mismo con la suerte. Advierte de inmediato que la tarea no es sencilla. Pretende unir la suerte con la felicidad, pero lo descarta: “Tener suerte no garantiza la felicidad”. Y afirma: “La suerte debe medirse según el individuo”, y no encontrándole falla al razonamiento acepta que ésta es la primera regla. “Por lo tanto, mi buena suerte bien puede dañar a otro”. Rascándose la barbilla en forma displicente se pregunta: “¿Por qué algunos tienen suerte y otros no?”. Sin estar convencido se responde: “Depende de la fuerza interior. Como siempre: el pez grande se come al chico”.
Una leve fosforescencia en el cuadro de nogales interrumpe su razonamiento. No se inquieta. Sabe que en minutos el tenue destello tomará forma definida: una hermosísima mujer, vestida de novia, los ojos enrojecidos por el llanto, soportando una ausencia dolorosa. También sabe, porque está muerto, que se trata de Laura, una de las esposas de Modavel. Laura se acerca al canal maestro. Ignora, como lo ha hecho antes, la presencia de Ricardo Yñaga. Se para, de frente a las montañas, y suspira profundamente como cualquiera que sufre una pena de amor.
“Esa mujer no tiene suerte”, se dice el brujo y se lamenta no conocer algún brebaje que amengüe su dolor. “Yo Solo sé hablar con los muertos”, piensa contrariado. Así, uno observando y otro dejándose observar, pasa el tiempo. Llega la mañana. Nace el sol sobre La Quinta. Las gotas de rocío se evaporan sobre los tallos, las flores, las hojas rechonchas de los nogales. Los pájaros abandonan los árboles. El viento del este, suave, se detiene no bien el sol abandona el horizonte.
Raúl Sepúlveda y su familia se levantan. Apenas terminan de desayunar salen a recorrer la propiedad. Sepúlveda y su hijo llevan puesto traje de baño y ojotas. Amalia, de pollera amplia y sandalias, carga una bolsa vacía. Se internan en el cuadro de nogales que da al este. El sol pesa sobre las hojas verdes pero no las atraviesa. Amalia comienza a levantar del suelo nueces del año anterior. Así van los tres, buscando entre la melisca.
A veces Álvaro quiere saber si ha elegido bien y le pide a su padre que lo compruebe. Sepúlveda recibe la nuez, busca otra en el suelo, coloca ambas en su palma y cierra el puño con fuerza hasta quebrar la cáscara. Todavía se encuentran lejos del canal maestro. La madre deja de juntar nueces y juega con su hijo. Lo ayuda a subirse en las horquetas bajas y lo recibe cuando salta.
—¿Podemos hacer una choza? —pregunta el pequeño.
—Donde quieras—afirma Amalia.
—¡Allá! —dice Álvaro señalando las ramas más altas de un nogal.
—¿Y cómo vas a subir?
El niño no responde. Sigue mirando donde ha indicado y piensa que le dará miedo subir tan alto, pero también piensa que su padre podrá ayudarlo. Sepúlveda ha encontrado su nogal. Es más robusto, de ramas gruesas, corteza casi blanca. Llama a su familia y lo muestra. Los tres están de acuerdo y Álvaro prueba subir sin ayuda hasta la primera horqueta, apoyando sus pies desnudos en los nudos naturales del tronco. Lo logra luego de algunos intentos. Como piensa en su futura choza no duda en seguir trepando. La madre lo llama, “Es peligroso”, dice, Sepúlveda la tranquiliza:
—Los niños son como los gatos, no se caen nunca.
Yñaga encuentra a la familia en ese instante, cuando Álvaro trepa. Le parece un riesgo innecesario. “Es tentar a la mala suerte”, piensa, porque desde la noche anterior ha agregado a su interés (saber qué alcances tiene su nuevo mundo) el de Sepúlveda. Siente, de una manera extraña, que Sepúlveda y su familia se acercan a un hecho doloroso, definitivo, que cambiará sus vidas para siempre. Se pregunta si la tragedia no ha iniciado su andar en el momento que Álvaro decide subir más alto, donde la corteza no tiene nudos y es resbaladiza. Por esa razón imagina al niño cayendo, dando golpes en cada rama, hundiéndose en la tierra blanda. Después se dice que la mala suerte no elegirá un camino previsible. “Vaya a saber por dónde atacará” y se aleja del grupo después de acuñar una nueva regla: “La suerte, mala o buena, es imprevisible tanto para los vivos como para los muertos” y redondea para justificarse: “Los muertos recientes, por lo menos”.
(*) 18va entrega