LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
Algunos kilos de más
(“El Cinco Rojo”)
“¿Cómo se puede cargar tanto peso?”, pensaba Bruno luego de pesarse en la balanza de la farmacia que quedaba frente a la plaza del Coronel, donde después se sentaba en un banco de madera, de listones verdes y largos, con pie de hierro. “Demasiado espacio para un solo cuerpo”, reflexionaba mirándose el abdomen, que en realidad no abultaba, porque Bruno no era gordo, pero que él veía como un globo, ni más ni menos como los que vendía el manisero ubicado al lado del monumento al Coronel, donde los niños se reunían alejados de la atención de sus madres bien vestidas, recién peinadas, hablando entre ellas sin escucharse, mirando con disimulo a los presentes por si reconocían a alguien, y si no lo mismo, porque les interesaba comparar galas y criticar, y esto era siempre posible en un lugar tan pequeño. “¿Hasta dónde me voy a hinchar?”, se preguntaba Bruno, porque a él, Solo le interesaba su figura e imaginaba que arrastraba su estómago por el piso. Entonces pensaba en un hada.
Delgada, elegante, que descendía del monumento y venía hacia él. Con un alfiler en la mano, de oro por supuesto, tan largo como cualquier varita mágica. Y lo clavaba en su abdomen sin que sintiera dolor. Ni una pizca. Porque de su ombligo nacía un chorro que, a medida que lo deshinchaba, aliviándolo, superaba los altos eucaliptos, los aguaribayes, las palmeras. “Haré régimen hasta que flote en el aire”, aseguraba mientras miraba el chorro inexistente, a igual que su gordura, que era puro invento, porque él medía más de un metro ochenta y nunca había superado los 75 kilogramos de peso.
No era el caso de Augusta, su mujer. Augusta podía compararse con un barril de cerveza, angosto arriba y abajo, gran circunferencia en el medio. Y no superaba el metro cincuenta, aunque ella declaraba un poco más y, si estaba alegre —difícil que no lo estuviera—se agregaba diez centímetros, que para ella era tocar el cielo con las manos, sobre todo si le creían. Pero Augusta vivía sonriendo y a Bruno le costaba estirar los labios en una sonrisa. A ella le gustaba la vida tranquila: ir dos veces por mes al cine, cada tanto peinarse en “Grace”, la mejor peluquería del pueblo, que se llamaba así por una princesa de un país lejano, minúsculo; escuchar la radionovela, sentarse en la vereda, en un sillón de mimbre de respaldar alto. En cambio Bruno siempre andaba empujándose. Nada de quedarse quieto. Como si alguien lo obligara a ello. Pero aun con estas diferencias, la pareja se llevaba bien. Se amaban. Los vecinos (toda la ciudad lo era) aceptaban esta realidad con frases hechas: “El amor es así: como la lotería” o “Vaya a saber dónde está el secreto”.
A Bruno no le importaba que su mujer se redondeara del todo. A Augusta la tenían sin cuidado los regímenes de su marido. Y mientras él comía verduras hervidas, sin sal y pan de salvado (dos rodajas), ella devoraba lo que estuviera a su alcance, con salsas varias, sin escatimar crema de leche. Y ni hablar de los postres: porque él se limitaba a una manzana y ella a los dulces caseros, flanes bien ligados, frutillas con mucha azúcar. ¿Y qué podía decirse? Nada. Cada uno en lo suyo. Y si Bruno corría de trabajo en trabajo, ¿a quién le podía molestar que Augusta se quedara en cama hasta tarde, tomara una hora para desayunar y por las noches sacara el sillón a la vereda?
Reiterando: se llevaban bien, se amaban y también compartían el gusto por el baile, y no se perdían fiesta. En especial la de fin de año. En noviembre, Bruno reservaba las entradas y Augusta encargaba su ropa: con diseño propio, la ejecución a cargo de una modista que cobraba un precio razonable y no improvisaba, porque le hacía cinco pruebas antes de entregar el trabajo. Y en esa fecha danzaban hasta la madrugada, hora en que regresaban a la casa. Augusta hecha agua, con algo de frío por la brisa del este, apoyándose en Bruno, sin llegar a su hombro, pero rodeándole la cintura con el brazo. Para sorpresa de todos, esa mujer gorda y petisa tenía un ritmo admirable. Y aunque Bruno no desentonaba, era ella la de los pasos más complicados y la última en cansarse. Esto saltaba a la vista de los asistentes, que los seguían embobados y con cierta envidia. Hecho por demás natural, porque en una ciudad pequeña se suponen todos iguales y las diferencias enojan.
Augusta y Bruno ni cuenta se daban. Ignoraban en igual medida admiración y envidia. Su atención se colmaba con la música, el ritmo, la orquesta. Porque ese baile, el de fin de año, se hacía con orquesta y nada de discos. Y para delicia de la pareja, en ese entonces se formó un grupo musical excepcional: “El Cinco Rojo de Música en el Aire”, que ellos conocían como “El Cinco Rojo” porque eso “de música en el aire” les resultaba incomprensible, sin armonía.
Con estricta justicia, daba gusto oírlos. Sobre todo a eso de las cuatro de la mañana cuando “los muchachos”, así llamaba la pareja a los integrantes del conjunto, ejecutaban “Susurrando”, “Polvo de estrellas”, “Adiós”, “Tiempo tormentoso”·, “Laura” y otros temas de jazz, porque el grupo sentía que esa música, el jazz, había nacido para ellos, y si bien, antes de esa hora parecían no tener ninguna preferencia, a partir de allí sus inclinaciones musicales quedaban al descubierto. Y a los fanáticos, Bruno y Augusta entre ellos, no les importaba esperar que la mayoría de los asistentes se fueran, porque tarde o temprano eso ocurría. Como se dijo: alrededor de las cuatro de la mañana, momento en que los integrantes del conjunto tomaban un respiro dirigiéndose a la barra, hasta que terminaban las despedidas y promesas de reencuentros.
El primero en regresar al escenario (una simple tarima) era el pianista, de pelo abundante, peinado hacia atrás, con la piel del rostro picada por la viruela. Se acercaba al piano y luego de apoyar el vaso de whisky sobre la madera, jugaba con las teclas, con la mano izquierda, haciendo compases. No tardaba en unírsele el baterista. Alto, delgado, encorvado, de frente ancha, mandíbulas hundidas, que no bien subía a la tarima acomodaba platillos, timbal y caja blanca. Después, conversando, sin apuro, llegaban trompetista y guitarrista. Ambos gordos y de tez morena. Aunque el trompetista más. El animador era el último, delgado, de bigotes finos, rostro anguloso. Suelto en el lenguaje (como que no era del lugar). No Solo presentaba, sino que tocaba el contrabajo, y se encargaba de preguntar: “¿Están listos?”.
Bruno y Augusta asentían. Dispuestos a que en sus cuerpos entrara la música. A dejar de ser ellos. Porque con el primer paso se sentían bailarines y de los mejores, como Fred Astaire, Gene Kelly, Ginger Rogers, y otros personajes tantas veces admirados en comedias esplendorosas, que si bien tardaban en llegar a los cines del pueblo, llegaban. Y si se mantenían en cartel una semana —nunca más tiempo porque el público prefería otros temas—ellos iban todos los días y al volver a casa, intentaban repetir lo visto. Como en el baile de fin de año con “El Cinco Rojo” haciendo de las suyas: desde Cole Porter a Gershwin, desde Glenn Miller a Al Hirt. Y bailaban “Adiós” imaginando una despedida triste. “Rapsodia en azul” con la intensidad de un amor quebrado. “De buen humor” o “Collar de perlas” con puro ritmo, alegres, vivaces, para lucirse. Y “Polvo de estrellas” los arrimaba a lo desconocido, sobre todo por el rezongo de la trompeta, que entrada desde abajo, dudando de su participación, pero tomando más confianza en cada nota, termina sobreponiéndose a los otros instrumentos.
De esa forma los unía el baile. Y así pasaron los años. No muchos. Hasta que Bruno decidió dejar de correr y comprar La Quinta.
(*) 21ra entrega