LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
ELIGIENDO EL LUGAR
(Cómo hacés para mantener la música)
La muerte de Matilde atrajo la atención policial durante una semana. Hecho previsible teniendo en cuenta su condición social, forma de vida y los continuos disturbios estudiantiles de esa época.
Los antecedentes, testimonios y conclusiones de la investigación, se consignaron en un expediente cosido a mano, con el nombre de la víctima en la carátula y, a renglón seguido, en letra manuscrita pero legible, dos palabras: muerte dudosa.
La instrucción constató que la occisa vivía sola, en una vivienda humilde: dos dormitorios, cocina, baño, piso de cemento alisado, jardín al frente. Era inquilina y durante el tiempo que habitó allí no hizo amistad con los vecinos, quienes aclararon que la relación no iba más allá del saludo y a veces ni eso, porque Matilde caminaba rápido, la mirada al frente, ignorando a todos.
Hombres y mujeres coincidieron en señalar su gran belleza. Testimonios que no agregaron nada a la simple observación del cadáver: más bien alta, de pelo negro, tez cetrina, rasgos armoniosos, caderas redondeadas, cintura estrecha, senos pequeños, pezones punzantes.
También declararon que la occisa no tenía pareja o compañero ocasional. Dichos confirmados por el resultado de la autopsia que certificó la integridad del himen, descartando así que la causa de su muerte fuera el resultado de una relación amorosa desequilibrada o una agresión sexual. El forense, en el mismo informe, escribió: “No se puede determinar el elemento que produjo la herida mortal en la garganta”. Pero después, cuando se le solicitó una aclaración dijo, sin dejar constancia escrita: “Tal vez un mordisco”.
Sobre este punto se recepcionó el testimonio de dos personas, quienes aseguraron que horas antes del suceso, vieron en las proximidades de la casa un animal de piel aceitosa, que bien pudo tratarse de un ratón, pero por su tamaño se parecía a una comadreja. Los declarantes, según se averiguó, tenían inclinación a contar historias morbosas y también a inventarlas, razón suficiente para que la policía creyera innecesaria una pesquisa para confirmar la veracidad de lo dicho.
En realidad todos los testimonios fueron cuestionados. Como sucedió con cuatro operarios que juraban haber visto a una mujer en la puerta de la casa de la víctima. Dos de ellos afirmaron que la desconocida no superaba los treinta y cinco años, mientras que los otros se negaron a aceptar que fuera menor de sesenta. Declaraciones tan contradictorias llevaron a sospechar que los testigos no se encontraban lúcidos en el momento y por diligencias posteriores se supo que los mismos habían bebido con holgura.
Algunos vecinos manifestaron que, en víspera del asesinato, Matilde ofreció una fiesta importante. Con muchos invitados dijeron, porque hubo gran alboroto. Aunque inmediatamente después reconocieron que no vieron llegar ni salir a nadie de la casa. Lo que hizo dudar de la supuesta concurrencia y de la fiesta misma.
Así fue como el personal de la división Homicidios se encontró en un callejón sin salida. Coincidentemente, los estudiantes, inmersos en una confrontación sobre el tipo de enseñanza que debía ofrecer el Estado, ampliaron su radio de acción y llevaron sus disputas hasta la puerta misma de la Casa de Gobierno.
Por estas causas se abandonó la investigación y cuando el cuerpo de Matilde fue robado de la morgue no se hizo gran cosa. Salvo tomar declaración al enfermero de guardia y al director del hospital. El enfermero dijo: “El ladrón era un viejo. Caminaba encorvado y arrastraba los pies. ¡Si le vieran la cara! Una bolsa de arrugas. Murmuraba sin cesar, como si tuviera un enjambre en la boca. Lo quise detener, pero no hubo caso. Se metió en la habitación de los finados y fue derechito al cofre de esa mujer, la cargó sobre la espalda y salió. Para mí que no pudo con tanto peso, porque antes de llegar al hall la arrastraba por el piso. Por eso quedó la mancha que han visto, que no es sangre, sino agua, un poco coloreada. El termostato anda para el diablo y los muertos se derriten”.
El director declaró: “No es la primera vez, ni será la última. Más ahora que los estudiantes andan como locos. Esa mujer no tenía parientes ¿a quién se le ocurriría llevarse un muerto? A ellos. Que juegan con todo, hasta que se nos acabe la paciencia. ¿Un viejo? No me hagan reír”.
La policía decidió no publicitar el hecho. La ciudad se encontraba al borde del caos y no era bueno encender otro fuego. O sea que todo pasó al olvido y nadie más se preguntó por el cuerpo. Que no estaba lejos. Cipriano recorrió el camino de entrada a La Quinta resoplando y murmurando, con su hija sobre la espalda. Más encorvado que de costumbre, la cabeza hacia adelante, la vista en el suelo, salvo cuando cruzó el parque de la casa, desde donde miró de reojo en dirección al aljibe, para después apresurar el paso hasta llegar a la tranquera del fondo. Allí descansó, apoyando a Matilde en el travesaño superior y secándose la transpiración, sobre todo la del cuello, con un pañuelo estrujado y sucio. Sin descuidar el cadáver, cuyos pies colgaban dentro de los límites del parque mientras que el tronco pendía del otro lado.
Yñaga, que avanzaba por el sendero bordeado de álamos, despreocupado por lo que sucedía a su alrededor, se detuvo al ver el cuerpo desnudo de Matilde. Y se dispuso a regresar por donde había venido. Sentía vergüenza por lo que veía y temor ante la posibilidad de que el peón advirtiera su presencia. Pero no lo hizo. Ni siquiera intentó mirar hacia otro lado.
Cipriano alzó de nuevo el cadáver. Al llegar a su casa fue recibido por los perros. Intentó alejarlos pero los animales descubrieron la carga que llevaba y se acercaron aún más para olfatear el cuerpo. Cipriano intentó ahuyentarlos con inútiles manotazos que le hacían perder el equilibrio. Al fin, entró en su cuarto y cerró la débil puerta con rapidez, sintiéndose tranquilo. Acomodó a Matilde sobre el catre de lona y la cubrió con una sábana, dejando al descubierto la cabeza.
En La Quinta, mientras tanto sucedían estos hechos: La Voz ondulaba inquieta. “¿Qué tienes? ¿Por qué se te nubla la vista? ¿Con qué alimentas la pena que recibo y me daña?”, preguntaba acariciando el rostro de Martín con un soplo suave, helado. “¿Supones una injusticia con ese hombre que carga su hija muerta? Te equivocas. Las promesas deben cumplirse. Empeñó su destino para que su hija viviera. Y también el de su esposa. Aquí, frente a nuestra morada, atolondrado por la desesperación, entregó a su mujer y aceptó separarse de Matilde. Pero su compromiso fue débil, se fundió en corto tiempo. Solo puedes juzgar los hechos si habitas con ellos. Ese hombre ha sacado provecho. No es él quien ha sido burlado”.
Yñaga, en el fondo, sentado sobre el borde del canal maestro, acariciando su barba rojiza, se preguntaba por qué había actuado así. Y con Solo preguntárselo volvía a sentir vergüenza. No recordaba un estremecimiento semejante. Ni aun en vida. La mujer muerta le abrió el deseo. “¿Por qué ahora?”, preguntó recordando las noches en soledad cuando soñaba con ser brujo. “¿Qué pasión me debilita el alma?” decía delineando en la memoria la cintura estrecha, el pelo negro que imaginaba sedoso, la textura de los senos, el encanto ante el recóndito sexo. “Mi condena es atroz. Estoy muerto y amo con una calentura que me revoluciona el alma. ¿Qué estoy pagando? ¿Mi vida solitaria, comunicarme con los muertos?”. Así pensaba y hundía sus pies en el agua fresca del canal maestro. Y como era hombre de perseguir lo que deseaba, dejó de lado razones que saltaban a la vista y afirmó: “Nadie me condena. Sucede que el amor también existe de este lado”.
A la Voz, mientras tanto, la dominaba el malhumor. En ese estado tomaba la forma de una mancha oscura que se deslizaba por las paredes del pozo, como alquitrán derretido. Las sanguijuelas se desprendían de la piel blanquecina para buscar refugio y Martín cerraba los ojos concentrándose en una plegaria. Rogaba que la Voz aquietara su ánimo revuelto y se mostrara como antes, cuando estaba calma. La mancha, resbalando sobre las piedras, apestando, era un indicio de otro universo: triste, doloroso, insoportable. Por lo menos eso imaginaba Martín. Y con cerrar los ojos no aplacaba su imaginación, al contrario, la fortificaba. Y rezando sucedía otro tanto porque no recordaba a la Voz como una joven adolescente y sí como mancha, lamiendo las paredes, metiéndosele en la garganta.
(*) 24ta entrega