Expresiones de la Aldea, San Luis

¿Quién dirige el velamen?

Por Dana Bruno (*)

Las velas en un lugar lejos de los arreglos de flores, para evitar accidentes. La vigilia se acerca por la puerta, que se encoje ante sus penas. En la mesa de la sala se ofrece café y papel en abundancia para los que traspasan el umbral del velorio. No son ellos los muertos, pero a nosotros nos entrenan para tratarlos con la delicadeza que requiere un esqueleto deshecho. “Ser encargado es fácil, solo das las órdenes” diría generalmente algún encargado que no sabe lo que es llevar a cabo un velatorio, remando desde el inicio y tratando de no encallar en el camino para poder atracar a final del recorrido. Es aún peor cuando el velamen amenaza con prenderlo todo fuego. El crucero de la muerte no tiene favoritos y los desvelados testigos de la costa, los que se ahogan en café y entierran en pañuelitos, esperan hasta que, en la colisión de los dos infinitos del mar y del cielo, desaparezcan sus velados incinerándose en las escaleras del después.

Velar un muerto como encargado no es fácil, para nada. Lleva tiempo acostumbrarse a consolar a una señora desconocida que espera el abrazo del marido desvanecido y, en cambio, recibe torpemente las caricias compasivas de un desconocido. También cuesta pedirles a los niños que dejen de correr entre los ataúdes o que no jueguen con el cabello del velado.

Los velorios de noche son particularmente difíciles, en la periferia de la visión pareciera, a veces, que el muerto se alza entre las sombras y te acecha como el fuego a las flores y a los cuerpos. Las veladas pasan rápido si uno mira con detenimiento e intenta adivinar quién solía ser esa persona. Si preferiría que sirviéramos café con azúcar o edulcorante, si acaso hubiera elegido un catering salado. De momentos creo que la luz del velador, el gris metálico que ubico al lado izquierdo de sus cabezas, les molesta.

“El Velorio”, por Francisco Oller (c. 1893)

(*) Dana Bruno. Como todas las personas, no soy nada más que yo, y para relatarles mi “yo” empezaría por contarles de cada uno de los libros que acompañan las superficies de mi habitación, de las frases que destaco en ellos, de mis personajes favoritos. También hablaría de mis instrumentos, de sus cuerdas, de mi conjunto de notas preferidas. O, quizás, de los pelos de gato que acompañan mi ropa y no salen, aunque la lave y la cepille.