LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
ELIGIENDO EL LUGAR
(Cómo hacés para mantener la música)
La Noche de Reyes se presentó ese año con un clima de mil demonios. Aunque debieron ser más de mil, por la fuerza de la tormenta y del viento huracanado. También hubo granizo. . y grande, que dejó el suelo cubierto de hojas heridas. En los frutales el daño fue considerable. Duraznos y damascos se partieron saturando el aire con un olor dulzón. Sin contar el frío que quedó durante varias horas. Y eso que era verano.
Para la mayoría de los habitantes de La Quinta la fecha carecía de significado. No así para Bruno y Cipriano, quienes pensaron que era el tiempo justo para hacer un regalo a Matilde.
El hombre gordo y bailarín se acercó a su desconsolado amigo (Yñaga, como era su costumbre, estaba sentado en la compuerta, los pies hundidos en el agua) y le dijo que era hora de hablar con Matilde, que con mirarla a la distancia no ganaba nada y que al final de cuentas si lo rechazaba era mejor saberlo pronto. “¿Cómo hago?”, preguntó el brujo dispuesto a afrontar cualquier peligro antes de continuar en tan penosa situación. Y Bruno, que esperaba esa pregunta para dar rienda suelta a su plan, le recordó que era Noche de Reyes: “Toda mujer conserva en su alma la niña que fue. Debes regalarle algo”. Y agregó: “El amor es imaginación, poesía, tan irracional como te permiten los sentidos abiertos. Es como tener alas. Volar a cielo abierto mientras los otros se arrastran”. A Yñaga se le iluminó el rostro al escucharlo. Recordó que él podía volar y si iba a hacer un regalo nada mejor que ése. O sea: enseñarle lo que sabía.
Mientras el brujo así pensaba, Cipriano descolgaba la fotografía enmarcada en plata. Ese era su regalo. Limpió el marco hasta que reflejó su rostro y luego lo guardó en un cajón del viejo aparador, para sacarlo esa noche, antes de sentarse bajo el parral, a esperar a su hija.
Matilde, a esa hora, caminaba con Laura por el callejón bordeado de álamos, de regreso a su casa. Iba callada, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si se cubriera del frío que había dejado la tormenta, y que en realidad no sentía. Laura, un poco más atrás, sabía que el silencio de su amiga tenía una raíz profunda: el sentimiento que crecía en secreto le producía dolor y perplejidad y si se empecinaba en mantenerlo oculto, el sufrimiento aumentaría enturbiando lo que podía resultar claro. Por eso se acercó a ella con total certeza y trató de desahogarla: “¿Lo amas, verdad?”. Y cuando llegaron bajo el parral, Laura había aceptado que nada podía hacer para evitar lo inevitable. Como lo entendió Cipriano, después de entregar su regalo y escuchar a su hija.
Decisiones que causaron gran enojo a la Voz y al animal de piel aceitosa. Y la Voz fue un manto negro, pesado, maloliente. Y el animal con ojos de ratón, erizó el lomo y curvó su cola. Y cuando Laura y Cipriano acordaron acompañar a Matilde al fondo de La Quinta para que se reuniera con Yñaga, la Voz y el animal de piel aceitosa fueron tras ellos, con la esperanza de que algo impidiera el encuentro. Y fue entonces cuando el animal hizo un intento para detener lo inevitable. Burdo e inútil, como que había perdido el gobierno de sus actos por la furia, supuso, con su inteligencia extraviada, que si atacaba los restos mortales de Matilde, quebrantaría su espíritu. Y hundió garras y dientes en la blanda sepultura. Cavó sin pausa. Atragantándose con terrones de tierra, masticando gusanos. Así, atorado, llegó hasta el cadáver, que Solo era huesos. Nadie fue testigo de tan desatinada empresa. Ni siquiera la Voz. Porque se encontraba suspensa de los gestos nerviosos de Yñaga, quien, en forma torpe, equivocando palabras y silencios, pretendía entregar su regalo. Para hacerlo, necesitaba hablar y ni siquiera completaba una frase. Y Matilde era de escasa ayuda porque se sentía confusa, insegura. Y si se cruzaban las miradas se les encendía la sangre (que no existía en los hechos, pero sí en el peso de la memoria), y esta situación alcanzaba a sus amigos y a Cipriano poniéndolos incómodos. Fue Laura, por la experiencia que traía de su vida, la encargada de allanarles el camino. ¿Qué hizo? Se limitó a alejarse. El hombre gordo y bailarín metió las manos en los bolsillos y la siguió silbando “El hombre que amo”.
Cipriano se demoró un poco. Se negaba a una nueva separación. Y necesitó toda su voluntad para dar el primer paso. Momentos después, se vio volar a la pareja.
LA OCUPACIÓN
(Epílogo)
La ciudad rebasó. Por el este, donde enfrentaba a las sierras. Y llegó a La Quinta, que la contuvo. Después la presión se hizo insoportable. Nadie pregonaba la ocupación, no era necesario. La idea prendía en silencio con Solo ver los grandes árboles, el espacio solitario, su belleza.
Los trámites de la expropiación sufrieron algunas dificultades. Se desconocía quién era el propietario, y para aumentar el entorpecimiento, el único habitante, un anciano, fue encontrado en un estado lamentable sobre un catre de lona, sin habla, aferrado a una fotografía enmarcada en plata. Se requirió el envío de una ambulancia que llegó a La Quinta media hora más tarde por el callejón de retamos, estacionándose en el parque de la casa principal, lo que obligó a los enfermeros a cubrir a pie el último tramo y regresar, cargando el cuerpo de Cipriano, de la misma forma. “Oportunidad en que fueron atacados por dos perros, presumiblemente salvajes, que les causaron heridas de consideración y después huyeron en dirección a las montañas”, puntualizó el escribiente a cargo de confeccionar el borrador del acta de posesión. El mismo que diría después, en rueda de amigos: “El viejo tenía un olor inaguantable. Le venía de adentro. Con la respiración y también por los poros. Como si ya estuviera muerto. ¡Apestaba! Si hasta el médico anduvo haciendo arcadas. Para mí que lo comían los gusanos. Ninguno de nosotros apostaba a que llegaría con vida a la ambulancia. Menos con el revuelo que armaron los perros. En realidad parecían lobos. Sobre todo el de color negro. ¡Pobre el que se encuentre con ellos! Harían bien en buscarlos.
La cuestión es que al final llegamos a la ambulancia y uno de los camilleros quiso sacarle el portarretrato al viejo, por prevención, para entregárselo al escribano. El viejo lanzó un alarido que nos destrozó los tímpanos y no lo soltó. ¡Casi le quiebra el brazo al enfermero! Ni hablar de cómo nos miraba. Si parecía un lechuzo. Imposible acercarse. ¿Quién se iba a animar? Con el olor que largaba, los ojos saltones, chillando como chancho degollado. Con tal demostración de vitalidad ya nadie pensaba en su muerte. ¿Y qué pasó? No bien la ambulancia atraviesa la tranquera de entrada, el viejo lanza otro grito atronador, como si con ese grito escupiera la vida que le quedaba. Porque ahí no más se murió. Se evaporó en un santiamén, dejando sobre la camilla un líquido cremoso, como helado derretido. Y adivinen. Ni rastros del portarretrato. Por supuesto que alguien se lo pudo meter en el bolsillo. Pero no fue así… no sé qué me llevó a mirar el cielo ¡Si fue para no creer! A metros revoloteaba una pareja. El hombre llevaba puesta una sotana y la mujer iba desnuda, con el portarretrato en la mano libre, porque con la otra se tomaba del cura. ¿Por qué digo cura? Por la sotana. No, los otros no vieron nada. Sí desaparecieron al instante. ¿Se ríen…? Está bien, búrlense si quieren…me importa un pito si me creen o no. Yo a ese lugar no vuelvo. Y quiero ver lo que pasará cuando inicien los trabajos”.
Las obras comenzaron en pleno verano y la empresa adjudicataria supo disimular algunos hechos inexplicables: al realizarse la mensura, el agrimensor fue sorprendido en varias oportunidades por una mujer de particular belleza, vestida de novia, de gesto melancólico. Y después, al efectuarse el replanteo de la obra, los ingenieros vieron entorpecido su trabajo por una molesta comadreja que destruía estacas y piolines con una constancia exasperante Pese a estos contratiempos se alcanzó la etapa de ejecución. Llegaron las máquinas: ruidosas, imponentes en sus carrocerías de chapa y acero, ante la alegría de los vecinos que las miraban extasiados. Animándose a subir si eran invitados y saludando desde lo alto para marcar diferencias con los que habían quedado abajo.
Y la noche de ese día en que llegaron las máquinas a La Quinta, sucedió lo siguiente: la Voz, agotada por el barullo, se despidió de Martín. Con profunda tristeza, por no haber conmovido su corazón. Y ascendió a la superficie donde se extendió en un manto tan negro como la oscuridad del cielo, para dejarse llevar por la brisa del este hacia la ciudad que dormía. Allí dividió su manto en infinitos puntos negros que cayeron como lluvia sobre las silenciosas casas.
Los demás habitantes, que la vieron partir, sintieron necesidad de buscar su propio rumbo. El animal de piel aceitosa arrastró su vientre hasta un pozo ciego, donde se confundió con otras alimañas. El pensamiento anudado de dos hombres muertos decidió seguir unido hasta encontrar a alguien que recuperara, con sus acciones, la violencia que habían vivido. La corriente del sótano, zamarreando los nogales, llegó a las montañas, trepó por las laderas rocosas, alcanzó la cima y desapareció por la ladera opuesta. Spunter, sin tener adónde ir, dejó que las sanguijuelas acabaran su trabajo. Martín deseo regresar a su casa para observar lo que ocurría con él ausente y las paredes del pozo se hicieron transparentes y permeables. La araña de patas largas renovó su tejido sin prestar atención a la mudanza, convencida que antes del amanecer encadenaría con su baba todos los nogales de La Quinta. La pareja de enamorados, acompañada por un caballo negro, contemplaba estos cambios desde las sierras, preguntándose dónde estarían Yñaga, Matilde y Cipriano que habían volado tan alto. Bruno escuchó la música del Centro Vecinal; “Suena a jazz” dijo, e invitó a Laura a bailar. “Para olvidar las penas”, agregó.
A la mañana siguiente una topadora arrasó con el aljibe, en realidad un pozo en desuso.
FIN