Pacaraima: migrar al otro lado de los hitos entre Venezuela y Brasil
Por Morelia Morillo *
(PRIMERA PARTE)
Crisaury Rondón, originaria de El Tigre, estado Anzoátegui, en el oriente costero de Venezuela, vive en Brasil. Pero tan cerca de su país como es posible. Su casa, una modesta barraca hecha de láminas de metal reutilizadas y pedazos de madera, se encuentra en el Conjunto Imperial Suapí, en la ciudad de Pacaraima, Brasil. “Lo único malo de aquí es cuando llueve, los relámpagos, los rayos”, expresa.
Pacaraima es un lugar en la Amazonía, con sus lluvias y sequías. A veces, como ahora, a comienzos de septiembre, parece que el cielo se va a caer hecho pedazos.
Más arriba, sobre el cerro en cuya faldilla está construida la casa, pasa la fila de hitos que separan a Venezuela de Brasil, la línea limítrofe, una formación de postes de concreto, uniformados de blanco, numerados e identificados de acuerdo con las siglas de los estados que así demarcan su comienzo y fin.
Pacaraima se encuentra a 15 kilómetros de Santa Elena de Uairén, la ciudad venezolana más al sureste, en la Gran Sabana, territorio ancestral del pueblo indígena Pemón. Los pemones dicen que septiembre es el mes de los rayos y de los truenos.
El hito alrededor del cual se expandió Pacaraima es el BV8. Por eso hay quienes aún llaman al poblado de acuerdo con esas siglas, así de simple: Beveoito. Allí vive Crisaury, a no más de 100 metros –una cuadra, en pendiente– de Venezuela.
Conjunto Imperial Suapí se llama la callejuela de tierra donde se encuentra su casa y otras cinco más a medio hacer, sin friso ni pintura, sin cercas ni aceras, sin servicio de agua directo, con precarias acometidas eléctricas. Tres de ellas habitadas por otras familias venezolanas. El hijo menor de Crisaury (10), va al grifo de la Calle Ceará, a metros del Imperial Suapí, llena un botellón y lo lleva en la carretilla o en peso.
En Brasil el calificativo imperial hace parte de la historia patria, del antes y del después. En el Monumento de Las Banderas, sobre el cruce formal que lleva de un país al otro, del lado venezolano, hay un busto del Libertador Simón Bolívar, acabado en negro; del lado brasileño, uno de Don Pedro I, primer emperador del Brasil, pulido en ocres.
Al centro, entre ambos héroes, con los pies sobre la tierra, cada tantos minutos, un viajero se detiene y se fotografía. Antes, eran turistas ávidos de conocer el paraíso, la Gran Sabana, pero, de momento, los turistas son escasos. Corren tiempos post pandemia y la crisis, ese clímax del caos, casi apocalíptico, ocurre en Venezuela.
Al amanecer del último sábado de julio 2022, los habitantes del casco central de Santa Elena de Uairén abrieron sus ojos y allí estaba el diluvio: lluvias amazónicas, drenajes urbanos colapsados, arena, basura, ocupaciones anárquicas, minería, lluvias en Roraima, crecida en el Kukenán, el afluente del Caroní donde desagua el Uairén. Cuentan que, poco antes de salirse del cauce, el agua del Uairén ondulaba como una serpiente y que después la inmensa serpiente lodosa se desparramó sobre la ciudad.
No hay transporte público, sólo los 4×4, los camiones 350 y una media docena de balsas a remo logran pasar. Pero quienes migran, quienes vienen de otras regiones con la urgencia impostergable de salir del país, se la juegan: llegan al terminal de pasajeros en cola o pagando aquí y allá, se trepan con sus maletas al cajón de una camioneta y siguen, empapados. En Pacaraima, también llovió, pero sin secuelas.
Un hombre posa en el Monumento de Las Banderas. Él viene de Maracaibo, pasó por Santa Elena en el cajón de una camioneta Super Dutty, acomodado entre sus maletas, bajo la garúa de la mañana siguiente al aguacero. Va para Argentina vía Brasil. En Boa Vista, subirá al avión que parte a primera hora de la madrugada.
A un autobús de distancia
Nada más en Brasil, a pesar de las barreras idiomáticas y culturales –del Bolívar aquí y de Don Pedro allá–, se cuentan 358.412 venezolanos, de acuerdo con la plataforma R4V actualizada en agosto de 2022. La mayoría se desplazó a otras ciudades, pero aproximadamente 4.458 se mantienen en Pacaraima, según un cálculo realizado a partir de los datos sólidos del Instituto Brasilero de Geografía (IBGE) y de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM).
Para las dos mujeres que están en la sala de la casa, este sábado 30 de julio 2022, es obvio el motivo por el cual permanecen en BV8: “Porque estoy cerca de Venezuela, qué más, de nuestras costumbres”, responde Crisaury. “Igual yo, estoy a un brinquito de El Tigre”, agrega Amarilis Belisario, su amiga, a quien aloja temporalmente.
“Todos los que estamos aquí somos de El Tigre y estamos cerquita de nuestro país, cerquita de nuestro estado”, reitera Crisaury refiriéndose a quienes se juntan en su casa este fin de semana (ella, su marido, los tres hijos de ambos, la cuñada y la hermana de Crisaury, su amiga y el marido de la amiga), nueve en total.
“Uno también tiene familia allá y desea volver a ver a su familia. Yo por lo menos tengo a mi mamá y a mi papá vivos”, añade Amarilis. Ella tiene siete meses en Brasil, pero “ya es como si tuviera un poco de años”, dice.
En Pacaraima, localizada a 819,6 kilómetros de El Tigre, recibir la visita de la familia es factible. Si bien exige una inversión mínima de 50 dólares, sin contar comida ni pasaje de regreso. En el propio terminal de esa ciudad se puede tomar un autobús que, en 12, 18, 20 o 24 horas llegará a Santa Elena, desde donde se puede ir en taxi, mototaxi o caminar hasta Pacaraima, localizada a 15 kilómetros.
Durante la última semana de julio de 2022, Crisaury recibió la visita de su hermana menor (26) y de su cuñada (30). A comienzos de la pandemia de Covid-19, estando la frontera cerrada, la cuñada vivió en Pacaraima junto a su esposo. Trabajaba como peluquera y como voluntaria para Cáritas Brasil, en el Proyecto Orinoco, de agua, saneamiento e higiene enfocado en los migrantes. Los voluntarios reciben una contribución de $140 mensuales por 80 horas de trabajo, 20 horas a la semana.
El marido, mientras tanto, vendía gasolina en la trocha, el paso alternativo que se activó a raíz del cierre fronterizo. “Esa aquí era feliz, puro trabajar y puro dormir, ella no comía, así como uno, desayuno, almuerzo y cena. Esa se paraba tardísimo y almorzaban tarde, era pa’ eso porque ellos querían ahorrar”, recuerda Crisaury.
Lograron hacer una casita en Pacaraima y compraron un carro con el que hacían transporte desde El Tigre a la frontera. Compraron una casa en El Tigre y regresaron.
Ahora, la cuñada va y viene, de acuerdo con lo que pueda invertir. En El Tigre, compra ropa y relojes y se los envía a Crisaury que se encarga de venderlos a crédito e ir cobrando. La cuñada sólo regresa cuando tiene parte de lo adeudado seguro y varias clientas en agenda para arreglarse el cabello. Las atiende en una semana y se devuelve con una cantidad de mortadelas brasileñas para vender.
La cercanía con Venezuela es tan determinante que, teniendo la posibilidad de ir a otras ciudades del Brasil sin costo alguno, a través de la Organización Internacional de Migraciones (OIM), prefieren quedarse. Es lo que se llama interiorización.
*Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.