Carreros
Descripciones en torno al sentido y la comprensión de la Puntanidad
Por Jesús Liberato Tobares (*)
Tan serio es el hombre como el oficio. Serio y duro. Oficio para gente curtida y resignada. El carrero es hombre sin apuro, paciente, reposado. Cuando lo cansa el traqueteo del carro, desmonta y sigue a pie al lado de la sillera, silbando. Quizá no haya en la tierra otro individuo que sepa más variedad de silbidos que el carrero. Tiempo tiene para aprenderlos y para ir ensayando variaciones. ¿De quién los aprendió? Quizá del viento cuando en las noches en que tiene que dormir a campo, las ráfagas heladas del pampero o calientes del zonda, hacen de las estacas, de la caja, de los cabezales, y de las varas del carro, un arpa de sonidos silbantes y diversos.
Dormir al raso es casi de rutina. Si la noche es serena tendrá ocasión de estar más cerca del misterio y el temblor de las estrellas, y sumergido en un remanso de silencio inventariará para el resto de sus días, el tintineo de los cencerros que sabe distinguir sin equivocarse así sean de diez tropas distintas. Si hay viento, previo prolijo acomodo de aparejos y animales dormirá tapado hasta la cabeza con el poncho tejido a pala que nunca le falta en el apero.
Si está helando mucho, hará fuego y después de la churrasqueada o el mate, echará manojos de jarilla sobre yescas del fuego a medio apagarse para que el humo lento y denso lo proteja de la helada. Mate amargo, torta o galleta y cabeza de chivo cocida y fría, es el alimento ordinario del carrero puntano. De tarde en tarde se dará el lujo banquetearse con un trozo de mortadela “pisada con tinto” en un alto en el boliche.
Cuando marcha en tropa (que así el camino se hace menos monótono) lleva una ollita de hierro para hacerse el puchero en los días en que el viento y la tierra impiden hacer asado al ensartador. La pava y la damajuana (forrada con lona) para el agua, completan la dotación de utensilios. Algunos carreros no se resignan a beber de cualquier represa o arroyo porque a muchos “los desconoce” el agua.
“En su mayoría eran hombres fuertes y sanos ya que su dura tarea obligaba a ser así, de lo contrario tenían que abandonar ya que a cada momento se necesitaba poner a prueba la fortaleza cuando estos vehículos se enterraban en el barro o volcaban en las laderas y perdían las cargas teniendo que cargar de nuevo”. También la inclemencia del tiempo exigía fortaleza ya que dormían a la intemperie teniendo por cama al precario recado que en el mejor de los casos tenía uno o dos colchas sudorosas y una carpa que en la noche servía de sábana y abrigo a la vez”. (1)
El atuendo del carrero es el común a casi todos los paisanos de nuestros medios rurales: Alpargata negra, bombacha abotonada arriba del tobillo, camisa y sombrero negro con el ala levantada sobre la frente. Casi siempre usa faja de lana negra, y completa la indumentaria un sencillo y rústico tirador de cuero en cuya parte posterior va atravesado el cuchillo de medianas dimensiones que no es arma de pelea sino instrumento de trabajo. Con él corta el asado, arregla las riendas y guascas que se rompen y en casos extremos le sirve para salvar al varero cuando culatea el carro levantando al animal con perspectiva de ahorcarlo.
Sobre la camiseta manga larga el carrero usa camisa. Esa es la vestimenta común, ordinaria. Pero si el hombre además de esas prendas usa chaleco, esto es motivo de orgullo.
En el bolsillo de la camisa o campera lleva de ordinario la tabaquera porque rara vez el carrero fuma “comprado”. Cuando en el camino se cruzan dos carreros, “cambian” las tabaqueras y mientras se “anotician” arman el cigarro, se convidan fuego y siguen viaje.
El látigo colgado del hombro izquierdo forma parte- digámoslo así- del atuendo del carrero. Así se lo ve en el pueblo cuando va a comprar algo a tal o cual almacén; en la ciudad cuando va a pesar la leña o el carbón a la báscula municipal.
El chicote carrero tiene de cabo unos 50 centímetros y de azotera 1,20 más o menos. Se distingue de los otros arreadores porque lleva uno o dos “machos” para darle mayor peso y consistencia. El macho es un pedazo de lonja de vaca colocada entre dos argollas chicas y de un centímetro y medio a dos de diámetro, al cual se le da un par de vueltas, y humedecida se ajusta con un par de bombas de tiento de potro confeccionadas a la par de las argollas.
Difícilmente se encuentra entre los hombres de campo, alguno que maneje el látigo con la maestría con que hace el carrero. Tres condiciones caracterizan ese manejo. Eficacia, precisión y prestancia.
Cuando el carrero pega un latigazo, el animal parece tocado por una extraña corriente magnética. Tal es el estremecimiento que produce en la bestia. El látigo nunca toca la cabeza o los aparejos de las bestias ni la azotera se enreda en los tiros, las riendas o las varas del carro. La “cola” del látigo produce un chasquido seco, preciso, como si estallara sobre el cuerpo del animal.
Pero no solo cuando castiga el carrero demuestra su habilidad. Si a modo de advertencia, enarbola el látigo y en un juego de cabriolas lo hace silbar sobre la cabeza, o en un movimiento de vaivén hace sonar la cola con un estampido de cohete, las mulas
se estremecen. Saben que detrás de esa amenaza está la mano poderosa que no tardará en hacerse sentir.
“Así como en la actualidad al camionero le gusta ornamentar su vehículo con chiches que llaman la atención, al carrero de aquel entonces también le gustaba ornamentar la apareadura de sus mulas en diferentes formas agregando al apero común (pecheras y monturas), borlas de lana de vivos colores en las esquinas de las monturas del cuartero y las tres cadeneras. Espejos redondos y cuadrados de 2 a 3 centímetros de diámetro (dos o tres en cada montura) en la parte delantera y frente de las monturas. Dos “colgajes” y el correón ancho (10 centímetros de ancho y un metro de largo) en la mula cuartera de lado de afuera y en las cadeneras de mano y de vuelta porque en la del centro no era necesario ya que la tapaban las otras dos mulas”.
“En otros casos a la chasquilla le daban la forma de pechera y la aseguraban al yuguillo. Y era un orgullo para los carreros cuando las cadeneras hacían un gran esfuerzo en terreno pesado y apegándose al suelo arrastraban las chasquillas”.
Si a la vera del camino hay una cruz, nunca el carrero pasa de largo. Se apea, se descubre, se santigua, y si tiene una moneda en el tirador la deja allí para limosna del difunto. Le asiste la firme convicción que el alma del difunto lo ayudará en la huella, y que, si pasa sin detenerse, algún percance ha de ocurrirle.
Si a la noche debe acampar a campo raso en compañía de otros carreros, nada mejor para compartir el asadito y reponerse del cansancio de andar, que la vecindad del fogón. Si es noche de lluvia o frío, junto a la lumbre amiga tendrá reparo y protección.
Estando solo, el fogón le acortaba la noche, y mientras crepitan los leños de la hoguera irá hilvanando sentires en torno a su vida tan despojada de halagos y signada por ese destino de andar.
Para el carrero, el fogón es sin dudas una de las cosas más importantes de su vida. Porque la más importante es la querencia, hacia donde rumbean las mulas cuando se le van en la noche…Esa palabra le recuerda el olor a la jarilla, a la carbonera todavía humeante, a los aperos cuando desensilla bajo el algarrobo del patio. Cuando dice “querencia” se le hace vivo el gusto al quesillo de cabra, al piquillín, a la miel de lechiguana. Es casi lo mismo que decir “rancho” porque tiene la resonancia de las cosas y los seres que le ayudan a durar.
Seguramente después de “mamá” fue la palabra que más hondo enraizó en su alma. Por eso tiene un sabor de cosa sentida y entrañable, y un no sé qué de relincho volvedor.
¡Querencia! Algo así como un resumen de todo lo que su rudo corazón sabe sentir. –
Notas
1. De un informe proporcionado de Bartolomé Vergés, San Martín 936, San Luis.
2. Información de don Julio Ignacio Ferramola, Bolívar 564, San Luis.
3. Información de don Bartolomé Vergés, San Martín 936, San Luis.
4. Información de don Julio Ignacio Ferramola, Bolívar 564, San Luis.
5. Información de don Bartolomé Vergés, San Martín 936, San Luis.
(*) Del Libro: Obras Completas de Jesús Liberato Tobares. La Puntanidad. Rastreando el rumbo- Tomo VI. Publicado por la Secretaría de Cultura de San Luis. Disponible para descarga gratuita en: https://biblioteca.culturasanluis.com/