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Cómo enseñar y aprender el placer de leer

Por Silvia Álvarez

Parecería paradójico hablar de literatura y no pensar en el placer de leerla. Cuando hablamos de literatura hablamos de un mundo multívoco donde se convoca al interlocutor desde muchos significados posibles. Para que la literatura convoque estos sentidos es preciso que sea de interés de los niños y niñas que van a acceder a ella.

Por lo general, en la mayoría de los casos, el tema de la elección también trabaja en contra del placer de la lectura. Provocar situaciones tendientes a que las infancias sientan el placer de la lectura está íntimamente ligado, entonces, a la selección de los materiales a ser leídos. Si bien decimos que los niños y niñas irán formando la biblioteca del aula, es el maestro el encargado de repensar su idea de lo literario a fin de ser un buen orientador y compañero en la aventura de leer con placer.

Es necesario recordar que la palabra tiene una fuerza y un poder que va más allá del propio texto, que posee la capacidad de convocar sentidos, de apresar significados y expandirlos en múltiples direcciones. Nadie más que la palabra posibilita en el receptor, la creatividad y la participación. Estas características -inherentes del lenguaje- se acentúan notablemente en el lenguaje estético. El libro es un hecho del lenguaje y la obra literaria, en la medida en que es obra de arte, es un hecho de lenguaje estético.

Y es el lenguaje estético el que más necesita de la capacidad creadora del receptor por su principio de economía, por su propensión a decir con la menor cantidad de palabras la mayor cantidad de significados, a hacer de la palabra un signo denso, pleno, pero cuya plenitud no está puesta de manifiesto sino sugerida y sólo es completada con la creatividad del que la lee o la escucha.

“Moviliza al lector”

Todos los libros necesitan de alguien que los lea, que los eche a andar, que los recree, pero mientras más nos acercamos al libro literario, artístico, estético, es decir a la obra literaria, más se fortalece la función del lector, más se hace necesaria su colaboración para recrear sus múltiples sentidos, sus múltiples lecturas. Es ahí cuando el libro se convierte en juguete y la lectura en un juego.

Tratemos de hacer una lectura más profunda de la frase “moviliza al lector”. Esto implica no sólo promover su creatividad y su imaginación sino una participación integral que implica comprometer a la persona toda: su cuerpo, sus afectos, su inteligencia, su contexto, su historia. Leer implica entonces muchas cosas. Implica elegir. Por lo tanto el lector tiene en sus manos un poder, el de leer, el de elegir sus lecturas, el de definir una actitud en ese modo de leer.

Para que la lectura sea un juego tiene que ser capaz de promover, de movilizar, de desestructurar, de dinamizar el mundo. Si el libro pre-determina el mundo, lo estatiza, lo normatiza: la capacidad evocadora de la palabra, su posibilidad de sugerencia y su multisignificación, se desperdician.

Si el libro nos ofrece un mundo todo hecho sin dejarnos la posibilidad de transformarlo, habremos perdido en el juego de vivir y crecer en libertad.

De allí la necesidad de apelar a una literatura abierta, plural, que permita la formación de un lector crítico desde la más tierna edad. Para esto es imprescindible eliminar como pautas inamovibles aquellas que importan a un criterio exclusivamente adulto, la apertura a modelos flexibles, con una base cultural que apoye la proyección del Yo del lector infantil, permita el crecimiento y el reconocimiento de una auténtica personalidad.

Enseñar a leer, entonces, significa cubrir el espacio literario que media entre la apetencia y la satisfacción. Espacio que reúne la escritura como acto posible y que a la vez se acompaña de la exigencia de ser leído. Es entonces cuando el escritor es la intimidad naciente del lector aún infinitamente futuro.

Si aspiramos a formar lectores críticos desde la infancia, lectores no pasivos ni conformistas por razones autoritarias o presiones didácticas, cuánto más deberemos exigirle al adulto que elegirá las opciones para los niños y niñas.

La falta de una sistematizada orientación en este tema hace que a menudo se caiga en concesiones a lo que podríamos llamar “la industria de la cultura”.

Instrumentar a las infancias en la lectura placentera y gozosa, iniciarlos en una suerte de descubrimientos conceptuales, éticos y estéticos alrededor de la palabra, y finalmente la función de realización personal que cubre la lectura literaria porque lleva a la conquista de la propia autenticidad y de la libertad interior.

Todo acto educativo sano da confianza, estimula a crecer y sostiene los andamios del mundo interior de los seres humanos.

Si bien no hay una tabla para que maestras y maestros sigan en la búsqueda de materiales adecuados para la lectura placentera de los niños y niñas, existen algunas pautas o criterios que acompañados de la capacidad intuitiva y recreativa los ayudarán en la elección.

Lo más importante es dejar de lado el prejuicio relativo a la importancia de que lean a tal o cual autor, de recomendar aquello que no nos ha producido un gran placer, de pensar más que sentir a la hora de tener un libro en la mano.

Pero entonces, ¿cómo?/// juguemos a acortar distancias

En cuanto al cómo, hablo del afecto que debe estar presente en todo aprendizaje, es decir del amor con que abordo un tema, hablo del objetivo que me propongo, hablo de la teoría que me va marcando el camino en las situaciones de aprendizaje.

Una sugerencia general que siempre da resultado, es la siguiente:

Todos sabemos que la voz de la madre, del padre, de los abuelos o del maestro, tienen una función insustituible. Sin saberlo, todos obedecemos a esta ley, cuando le contamos un cuento a una pequeña persona que no sabe leer, creando un lenguaje familiar en el que la intimidad, la confianza y también la comunión entre uno y otro se expresan de un modo único e irrepetible.

¿Pero cuántos de nosotros tenemos la paciencia de leer un cuento, no sólo a los más chicos, sino a los que tienen fiaca de hacerlo, o a los que tienen vergüenza de hacerlo, o a los que les encanta hacerlo?

Solemos pensar que un niño o niña que se ha alfabetizado se convierte en una especie de adulto, al cual ya no se le pide que dibuje, el cual ya no puede pedir que le lean un cuento, o con el que ya no cabe jugar. Es momento de reflexionar en torno a nuestra mirada adultocéntrica y preguntarnos cuánto podemos habilitar o anular en las infancias actuales.

Parece que hay un momento en la escuela donde sin darnos cuenta hacemos un brusco corte afectivo, donde la cosa deja de ser broma para convertirse en algo serio y donde el placer es reemplazado por el deber.

Es maravilloso comprobar el placer que muestran en los cursos y talleres los maestros, estos “niños grandes” que se involucran cuando se les lee un cuento con pelos y señales, o cuando se enchastran las manos con témpera o se disfrazan de cualquier cosa poniendo a funcionar la injustamente archivada imaginación.

¿Hace cuánto que no nos conectamos con la literatura como si fuéramos esos niños y niñas que fuimos? ¿Cuándo fue la última vez que nos leímos a nosotros mismos un cuento con diferentes tonos y gesticulaciones y sin querer llegar al final rápidamente?

Es de tontos pensar que dar amor es cosa de tontos. Mientras le contamos un cuento al grupo entero, disfrutamos del cuento, les damos permiso para que también ellos se relajen y disfruten, les vamos mostrando a través de la entonación, las pausas, los gestos; que ese texto tiene vida, y que esa vida está a su alcance.

Para esto se requiere paciencia, gusto por la lectura y cierto desparpajo, que es fácil de conseguir sólo proponiéndoselo. Alejándonos, aunque sea por un momento, de la seriedad adulta para jugar con la mirada infantil. ¿Cuánto hace que no jugamos con un libro?

Hay que saber leer con expresión o esforzarse a ello, pronunciando como cuando hablamos, siendo nosotros mismos y a la vez mil personajes, hay que saber traducir porque no siempre el vocabulario escrito corresponde al de una buena lectura y no siempre los escritores escriben con claridad, ni piensan en el lector antes de adoptar un término poco habitual, una palabra “culta”, un determinado cliché literario.

No estoy hablando de una obligación sino de un juego, un gran juego en el que todos tenemos una carta para participar, la de nuestra imaginación, la de nuestra creatividad, la de nuestro mundo interior.

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