Expresiones de la Aldea, San Luis, Sin categoría

Escondites

Por Nicolás Taltavull

Jacinto está sentado afuera de su rancho tapándose los ojos con las dos manos. Tiene la camisa percudida, húmeda, el pelo brillante de grasa. A su alrededor algunos perros están echados bajo la sombra de un sauce, otros toman agua y se refrescan en el arroyo que corre cerca. De pronto dice a los gritos: noventa y ocho, noventa y nueve, cien, punto y coma, la que no se escondió se embroma,y pega un salto y tira el banquito, casi se tropieza. Abre la puerta, sólo un poco, lo necesario para hacer atravesar su cuerpo flaco. Adentro está oscuro y fresco.

No revisa las primeras cajas, las que están a los costados de la puerta, sabe que ella nunca las elige para esconderse. El rancho es lo suficientemente amplio para una sola persona, pero gracias a todo lo que Jacinto acumula parece un trampero. Avanza lento por lo que alguna vez tuvo forma de comedor, hay un camino despejado que marcó hace un tiempo y le permite desplazarse sin problema. Camina de costado, agudiza el oído derecho que es el único que le funciona.

Revisa la primera caja, que está dentro de la estufa hogar que no pudo volver a encender, y después otra que está sobre una silla plástica sin respaldo, pero no encuentra nada.

Llega a la cocina y ve sobre la mesa el mate, el cuchillo, las cáscaras de frutas, un mosquerío por encima de todo.

Puso a enfriar temprano la ensalada de frutas para ella, sabe que es su merienda preferida de verano y que le gusta con más manzana que otra cosa. Por eso hoy cortó tres en vez de una.

Continúa buscando. Se agacha apenas, levanta el mantel y revisa debajo de la mesa. No está.

Desarma una pila de tres cajas, le parece haber visto que se movieron. Tampoco. Se fija en otra que está al lado de la garrafa, una bien grande, y va sacando: pulóveres, medias chiquitas multicolores, bufandas con osos y conejos, una manta. Escarba un poco más, pero no la encuentra.

Deja las cosas desparramadas, siempre hace así. Al final de la tarde se va a poner a guardar todo.

Antes de salir de la cocina rasguña y sacude las cajas restantes que se mezclan con bolsas de consorcio a punto de reventar. Dice: a ver si este lobo logra atrapar a la chanchita, a ver…, a ver si está por acá.

Suele descubrirla por el sonido de su respiración o porque no se aguanta la risa de chancho. Pero no, no se escucha nada.

Llega hasta la pieza silbando, son unos pocos pasos sobre el camino angosto de tierra. Sigue explorando dentro de otras cajas. Si tuviera que precisar ahora mismo cuántas tiene no podría, porque las cajas pequeñas, incluso las que caben en la palma de la mano y que guardan cosas importantes, también cuentan, y esas andan más perdidas que él.

A las de su pieza ya no las levanta, porque le tironeó la espalda otra vez. Hace días que le jode.

Les da golpecitos con el pie y dice: ¿y acá?, ¿y por acá?, ¿y en esta otra?, pero no hay respuesta.

Corre algunas cosas y se acuesta en el piso, porque así es menos doloroso, y se fija debajo de la cama. Sólo se ven las cuatro pilas de ladrillos que la sostienen. Sobre el colchón pelado, entre las montañas de ropa revuelve y revuelve: porque esta chiquita es como una rata, escurridiza. Vuelan remeras agujereadas, calzoncillos con elásticos a la vista, corbatas, trapos sucios. Nada.

Corre la lona verde con forma de ventana y sale al patio. Llega hasta el baño, pero no se anima a espiar por el hueco donde estaba el ventiluz. Para que después piensen cualquier cosa, que es un degenerado. Golpea la puerta de chapa y toma distancia.

Luego hace sonidos raros, fantasmales, los que a ella le dan miedo y ayudan a delatarla. Pero no funciona, ella no grita asustada, no sale corriendo de su escondite.

Jacinto atraviesa el patio con los ojos, está plagado de cajones de verdulería, esos que se trae del pueblo y desbordan de libros de cuentos, muñecas, peluches mutilados y zapatillas, casi todas sin su par. No hay nieta por ningún rincón. Esta vez eligió un escondite difícil, murmura.

“El rancho”, por Oscar Correa. Óleo sobre tela 40 x 60 cm.

Se cruza de brazos, respira profundo y mira al cielo. Calcula que en una hora se larga a llover, tal como dijeron en la radio por la mañana. Tiene que encontrarla rápido para que tome la merienda y se vaya. Si los descubre la madre se termina el juego para siempre, porque es ella la que se imagina esas cosas terribles, siempre se las imaginó.

Jacinto tiene que guardar los cajones con los libros y las revistas en el comedor o la tormenta va a arruinar todo, el resto lo va a cubrir con un nailon. Los sacó afuera, como siempre, para que así pudieran jugar un poco más cómodos dentro del rancho.

Llama a su nieta, grita su nombre como retándola, y corrige ese tono al instante, no le gusta.

Tiene que merendar e irse ahora mismo, se dice en voz baja y se rasca la cabeza. Insiste: dale, que el abuelo hizo ensalada de frutas, salí que se te va a hacer tarde, me rindo.Un perro ladra a lo lejos y es todo lo que va a escuchar.

Regresa al frente, levanta el banquito que había dejado tirado y se sienta. El cielo se abombó de nubes violetas y los truenos se escuchan cada vez más cercanos. Estira las piernas, las cruza, se va a quedar un rato más así, tal vez hasta que caigan las primeras gotas.

Rezonga: si no se deja encontrar no es divertido, uno se cansa, che. Luego mira hacia ambos lados: ¿dónde habrá dejado la bici esta niña? Su nieta vive lejos, muy lejos, lo más probable es que la lluvia vaya a agarrarla a mitad de camino.

Él no la puede acompañar y ella tampoco se puede quedar. La madre lo mataría. Los mataría.

Cuando vivían juntos, allá lejos en la ciudad, era más entretenido jugar. Bastaba con que terminaran de cenar y se miraran cómplices el uno con el otro. Hacían piedra, papel o tijera para elegir quién contaba primero. La única condición era que la niña tuviera ordenado y limpio su cuarto y la tarea de la escuela hecha.

Vivían en una casa de dos pisos, con pisos de cerámica, con más habitaciones, más rincones, muchos más escondites. Y a veces los jugadores eran tres, porque cuando su hija no tenía que hacer turno noche en el trabajo solía sumarse en vez de salir por ahí con las amigas. Y le gustaba hacer trampa como una chiquilla más, adelantando la cuenta del veinte al treinta y cinco, del sesenta al ochenta, espiando por sobre el brazo.

Todo se terminó cuando a ella se le cruzó por la cabeza que era Jacinto el que espiaba, en el baño.

Ahora la lluvia cae con violencia sobre la chapa del techo y ensordece el oído sano de Jacinto. Ese ruido insoportable lo despierta de su estado de ensoñación.

La lucidez vuelve justo cuando buscaba un paraguas, un piloto de color naranja con patitos: ¿dónde era que estaba?, pero si lo vi esta mañana. Un interruptor se enciende, tac, para darle un golpe en la cabeza, lo hace sentir solo otra vez.

Se olvida de lo que estaba buscando y mira todo lo acumulado, cada caja, cada bolsa a su alrededor. Piensa cuántos años han pasado desde que su hija lo echó de la casa de dos pisos de la ciudad. En aquél tiempo a él también le tocaba esconderse.

Ahora sólo le toca contar, pero su nieta nunca aparece, el juego queda inconcluso y lo deja con un sabor amargo. Mira todo lo que guarda en su rancho trampero  y se hace la pregunta: ¿todas estas cosas le van a servir algún día?, ¿le van a andar? Es un instante finito que lo ofusca.

Termina su taza con ensalada de frutas e intenta dejarla en la pileta, pero ya no hay lugar. Las moscas salen espantadas cuando la asienta de un golpe en el borde de la mesada.

Observa por la ventana de la cocina a los perros, que están refugiados bajo un techo que les improvisó con unos recortes de machimbre y media sombra. Perros húmedos y desolados, como sus ojos.

No hay vecinos en el campo, no hay testigos que la vean llegar en la bici, que puedan confirmarle a Jacinto que ese abrazo que se dan cuando ella llega no se trata sólo de un deseo, una ilusión. No hay nadie que pueda decirle lo grandota que está y cuánto se parece a él, que es una muñeca.

No hay nadie que pueda asegurarle que ella viene a visitarlo para seguir jugando a las escondidas. Así y todo, él no pierde la fe. Por eso hoy temprano, aunque se cansa al caminar, se tomó el trabajo de hacer los tres kilómetros hasta el pueblo para comprar algunas manzanas más. Porque sabe que la ensalada de frutas, a ella, le gusta así.