Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo

«Los Miserables», la perdurable e inmortal obra de Víctor Hugo

La Opinión/La Voz del Sud

Víctor Hugo (1802-1885) fue uno de los más grandes escritores franceses de todos los tiempos. Su obra cumbre fue «Los Miserables», traducida a decenas de idiomas y convertida en guiones para cine, en óperas y en obra de teatro. La azarosa vida de Jean Valjean, el hombre que cae prisionero por robar un mendrugo de pan, la huida del presidio y su conversión moral; es uno de los argumentos más sólidos que registra la literatura universal: el del hombre empujado al extremo de lo soportable en un mundo hostil.


A lo largo de centenares de páginas el lector queda atrapado en una trama intensa, salvaje, compacta e incapacitado para detenerse. Curiosamente Víctor Hugo escribió «Los Miserables» por entregas para que saliera semanalmente en un periódico, acorde a la usanza de la época, por eso cada capítulo es una unidad y es parte del todo.

Elenco desarrollando obra “Los Miserables”, Argentina, 2018.

«Los Miserables» (1862)
Marius, interiormente y en el fondo de su pensamiento, dirigía todo género de preguntas a aquel señor Fauchelevent, que era para él simplemente benévolo y frío. Ocurríanle de vez en cuando dudas sobre sus propios recuerdos. Había en su memoria un agujero, un punto negro, un abismo abierto por cuatro meses de agonía, y en él se habían perdido muchas cosas. Preguntábase si estaba bien seguro de haber visto al señor Fauchelevent, a un hombre tan grave y tan sereno en la barricada.

Y no era este el único estupor que las apariciones y desapariciones del pasado le habían dirigido en el espíritu; ni debe creerse que estuviese libre de esas insistencias de la memoria que nos obligan, aun siendo dichosos, aun hallándonos satisfechos, a mirar melancólicamente hacia atrás. La cabeza que no vuelve a contemplar los horizontes ya desvanecidos, no encierra ni pensamiento ni amor.

A veces Marius se cogía la cara entre las manos, y el vago y tumultuoso pasado empañaba el crepúsculo que tenía en el cerebro. Veía de nuevo caer a Mabeuf, oía a Gabroche cantar bajo la metralla, sentía en sus labios el frío de la frente de Eponina, las sombras de todos sus amigos, Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Cambeferre, Bossuet, Grantaire, surgían ante él, disipándose en seguida. Aquellos seres queridos, impregnados de dolor, valientes, ya graciosos, ya trágicos, ¿eran creaciones de su fantasía?, ¿habían existido realmente? El motín se lo había llevado todo en su humo. Las grandes fiebres originan estos sueños. Interrogábase, palpábase, y agitábale el vértigo de todas estas realidades desvanecidas. ¿Dónde estaban, pues, aquellos seres? ¿Habían muerto, sin quedar uno solo? Una caída en las tinieblas, de la que él era el único que se había salvado. Parecíale la desaparición que se verifica al correr el telón de un teatro. Hay de estas bajadas de telón en la vida. Dios pasa al acto siguiente.

Y en cuanto a él, ¿era la misma persona que antes? Pobre entonces, ahora rico, abandonado hacía poco, tenía ya una familia; desesperado recientemente, iba a casarse dentro de unos días con Cosette. Figurábasele que había cruzado a través de un sepulcro, penetrando en él negro, y saliendo blanco. Los demás se habían quedado en la sombra.

En ciertos instantes, aquellos seres del pasado, apareciéndosele, formaban un círculo alrededor de él, y le oscurecían; pero pensaba en Cosette, y volvía a estar tranquilo; necesitaba de una felicidad para borrar de su memoria semejante catástrofe.