Expresiones de la Aldea, San Luis

La Reina

Por Raquel Weinstock

Lo que voy a relatarles no es un cuento.
Es una historia que llevo tatuada en la memoria de mi corazón, este órgano que en el inconsciente colectivo se supone es donde habitan, tristes o majestuosos nuestros sentimientos.
La historia la he contado algunas veces, no muchas, y prometía que algún día la escribiría cuando el dolor no me hundiera en la palabra. Quizás, no sin pena, éste sea el día. Voy a intentarlo.
Hace veinte años conocí a Andrés, un pibe que estudiaba en San Luis, yo era mayor que él y me deslumbró su inteligencia. Así nació una gran amistad, aún vigente, aunque no podamos estar juntos por Emilia, su novia en aquel momento.
Con el tiempo, Emilia se convirtió en una amiga dilecta. También estudiaba en la universidad, ambos militaban con pasión y compartían horas de cine. Entre los tres nació un vínculo casi sanguíneo.
Un día Andrés terminó la relación y ella se derrumbó, al punto que me ocupaba de convencerlo, con argumentos o no, para que retomara la relación. No pude. Buscó un psiquiatra y no mucho tiempo después, ya recibida, partió al sur a trabajar.
Cuando se fue me dijo que era la única manera de superarlo.


Su ausencia me costó tardes y madrugadas de mucha nostalgia, y el café solitario me provocaba cierto hastío inexplicable. Había temas, incertidumbres o certezas que sólo compartía con ella.


Cada año, la esperaba cuando venía a ver a su familia y los tres últimos días se quedaba. El resto del año nos comunicábamos por teléfono, fue en una de esas llamadas que me contó que había conocido a un chico y pensaban vivir juntos, después vinieron dos hijos, un varón y una nena. Estaba feliz.
Nunca dejó de preguntarme por Andrés y él hacía lo mismo. Yo era como un puente de un amor inconcluso. Andrés seguía navegando en bocas y abrazos inútiles.
Yo nunca logré aceptarle una relación. Todas me resultaban distantes.
Disfruté sus hijos, conocí a Miguel, quien a pesar de ser una persona agradable, no me resultó compatible con Emilia.
Pasó el tiempo y un día me llamó para decirme que se había separado y quería regresar a San Luis, sus hijos tenían siete y cuatro años. Me trasmitió que Miguel le exigía que si se volvía, debía dejarle los chicos.
Le expliqué que esta imposición no tenía fundamento jurídico alguno. Que se viniera o contratara a un abogado, al margen que me agarré una pataleta infernal y comprendí porque sentí rechazo, cuando lo conocí.
Emilia era rebelde, luchadora. No entendía porque no defendía sus derechos y dejaba avanzar esta situación que la entristecía tanto. Quería regresar, el sur se había desdibujado en su proyecto de vida.
Había llegado el tiempo de volver, desde donde nunca se fue. En una llamada en que me anunciaba que vendría por unos días, debí darle la noticia de que no estaría porque me habían detectado un cáncer y tenía que viajar a operarme y estar un mes en tratamiento en Córdoba. Decidió, con intensa tristeza, que se iba a Córdoba a acompañarme.
A la semana llamó para contarme que viajaba de urgencia a Buenos Aires, porque le habían salido mal unos exámenes, y que de allí viajaba a verme, Andrés hacía dos años se había instalado en Buenos Aires por razones laborables, yo ya se lo había contado, así que se contactaron y se encontraron.

Él la espera en el aeropuerto y ella para en su departamento. La acompaña en la angustia de los controles. Emilia estaba feliz, había vuelto al amor y Andrés también. Fue breve y doloroso. Emilia tenía un cáncer terminal, dos pequeños hijos, treinta y nueve años y el amor de Andrés. Realmente que vida hija de mil putas, cómo a veces nos quita el momento más feliz.

Andrés la acompañó en todo el martirologio que sufrió con los tratamientos. La llevó hasta Ezeiza, porque regresaba al sur con sus hijos, antes de partir, Emilia sacó de su cartera un paquete, y le dijo: éste es un regalo para vos, que sólo vas a poder disfrutar conmigo.
Se besaron ante la despedida. Andrés se detuvo en su boca desesperadamente, ella sintió su amor pero no percibió el dolor de él, que sabía que no volvería a verla. Emilia desconocía que las horas que pasaban se llevaban su vida.
Yo le creía a ella, no le creía a Andrés.
Yo había regresado y hablábamos por teléfono. Empecé a notar su voz cansada, fatigada. Después me dijo que había vuelto con Miguel porque no lograba recuperarse y no podía llevar a sus hijos al colegio, por eso habían llegado a un acuerdo de estar juntos.
Yo acusé un fuerte dolor en el estómago. Sin embargo le dije que la recuperación era lenta, que tuviera paciencia. Un tiempo después, no recuerdo cuánto, me llamó su mejor amiga y compañera de trabajo, Ada, para decirme que ella agonizaba.
Aturdida, le pedí si podía hablar con ella. Me dijo que ya no era posible.
Entonces lloré, en silencio, a chorros, doblada, con temblor, con rabia.
Lloré hasta sentir que me estallaba la frente, la cabeza. Al otro día me habló Miguel para decirme que Emilia había muerto y que le había hecho prometer que cuando viniera a San Luis a traer sus hijos a sus abuelos, pasara para que yo estuviera con ellos. Lo que cumplió sólo por unos años.
Ese día que Emilia se murió, nos juntamos los amigos junto con Andrés. A ninguno nos sirvió de contención, fue el efecto contrario. Luego estuvimos en un bar con Andrés y sin decirnos nada, entendimos que tampoco nos hacía bien. Ambos con excusas nos despedimos.
Pasó el tiempo, conoció una mujer con la que tuvo un hermoso nene. Un día me llamó y me pidió que fuera a su casa. Nos abrazamos con el mismo amor que nos tuvimos siempre. Nos sentamos, hizo un café y trajo una caja, la abrió y vi un bellísimo juego de ajedrez, lo que no me sorprendió, porque era además de un excelente jugador de ajedrez, un fanático que solía pasar horas jugando con Emilia, concentrado, siempre con un cigarrillo en la boca, taciturno.
Me preguntó si me acordaba de cuando me había contado que Emilia, antes de partir al sur, le había dado un regalo y le había advertido que sólo podría disfrutarlo con ella.
Respondí que sí.
Abrió la caja de ajedrez, me la mostró. La miré, le dije que era muy bonito.


Dijo: éste era el regalo que me dio, pasó mucho tiempo no lo había usado nunca y la semana pasada lo saqué para jugar con un amigo y ahí comprendí lo que me había dicho aquel día, al juego le faltaba la reina. Estúpidamente sonreí.

Andrés me miró con asombro y como sabía que yo seguía vinculada a su familia, me pidió que buscara la forma de recuperar la reina. Le respondí que nunca lo haría, porque ese había sido su deseo. Lo comprendió. Me fui pensando, que la reina quedó en su cartera, o en la mesa de luz, con su perfume.