Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

Tiempo de espinas

Guillermo Fernando Demo 

En la entrada abandonada del pueblo está la vieja iglesia como una rama cortada a machetazos por el tiempo. El viento caliente de enero ingresa por los agujeros del techo y luego se aleja vertiginoso, impregnado de historias de suspiros, fragmentado en bandadas de ruegos y culpas.
El cincelado altar, los bancos, el piso y el confesionario, están cubiertos de la fragante capa de estiércol, con la que los murciélagos sedimentan poco a poco el olvido.
Un rayo de luz tenue cruza desde la cúpula hasta el sagrario, denotando el contorno difuso de un ángel sentado de espaldas, arropado con el mismo manto secular que cubre todo.
Permanece inmóvil, camuflado en el solitario entorno del templo que le fuera asignado a perpetuidad para su misión celestial.
A veces parpadea o revive apenas cuando algún sonido o movimiento presagia la  inminente llegada de algún creyente.
Mientras tanto, persiste desde hace años en ese confinado letargo, esperanzado en renacer del abandono.
Cierto día escuchó la música acompasada de golpes secos que venían del monte. Esperó un poco con resignación, pero de pronto sintió un cansancio insoportable. Sacudió su cascarón de espera. Abrió de un empujón las puertas de la iglesia. Miró el horizonte,  y extendió sus adormecidas alas, que al contacto con el sol, se desintegraron  rápidamente. 
Sabía las consecuencias de su decisión. Aceptó sin remordimiento su excomunión y salió en busca de su destino.
Ingresó gozoso en el monte, adormecido por el crepitar de las chicharras, embriagado por el embrujo del perfume a poleo, el verde, los pájaros, las flores… Corrió feliz anhelando llegar al sitio de donde venía aquel acompasado golpeteo.
Alcanzó un bosque de algarrobos y entonces vio los árboles caídos. Una gruesa picada labrada por harapientos trabajadores se abrió ante él, como el inicio de un camino nuevo.  Hubo un instante de silencio, en que algunos lo observaron y luego sin dudarlo, el capataz le entregó un hacha. 
Él aceptó sin pena su destino de niño hachero y recobró su misión en la serenidad de su nuevo templo vegetal.

“Niño con un hacha”, por Vasily Andreevich Tropinin. 1810