Expresiones de la Aldea, San Luis

Que nada esconda el paisaje

Por Agustina Bordigoni

Ludovica no pudo contener ese impulso que tiene, desde hace unos meses, de llamarla.

El teléfono suena y suena, pero no hay respuesta. En el fondo lo sabe: nadie atenderá.

Sin embargo, también está segura de lo que dirían en una hipotética charla. Parece que ensayaron (casi) todas las respuestas.

-Hola, mamá, no sabés lo que pasó –la anécdota es indistina, ella ya lo sabe–

-No puedo creerlo, pero te creo –se escucha como de lejos decir–. No te preocupes, como todo, esto tiene solución. Lo que tenés que hacer es…

En ese momento comienza la interferencia. Ludovica alcanza a escuchar que su madre la ama, que todo estará bien y que cometer errores o cambiar el rumbo previsto por ella misma –y por las expectativas de los demás– no es un fracaso. Alivia escucharla.

Más tranquila, Ludovica se va a dormir. La calma del tono de voz de su mamá se parece a esa mezcla de serenidad y tristeza de las últimas horas juntas: instintivamente se recostó sobre su pecho y pudo sentir el latido del corazón. 

Entiende que tal vez el tono del teléfono le daba, en parte, esa misma sensación. Sus llamadas fueron, por mucho tiempo, un lugar seguro. Para escapar, para encontrarse, para tener las ideas claras. Ahora esas ideas debían venir de su interior, algo que es, en realidad, más complicado de lo que parece. 

Al otro lado de la ciudad, Margarita sueña con su madre. Está terminando de coser un vestido para su nieta, que esa misma tarde tiene que estrenar. Los últimos retoques están listos, falta planchar y probarlo. La pequeña se lo pone y empieza a girar. Las agujas del reloj giran al compás, el despertador suena, es la hora de levantarse.

Margarita prepara el desayuno y ve en una silla el vestido rosa del sueño, uno de los últimos regalos de abuela que su hija recibió. Los colores vivos del jardín la llaman desde afuera. Sale a tomar aire y lo encuentra repleto de esas flores que tanto le gustaban. Saca una para ella, otra para su niña, y ambas salen con un adorno en la cabeza. La flor queda muy bien con el vestido y encaja a la perfección con el recuerdo. 

“El amor de una madre”, por Gaetano Chierici.

Lito despertó inquieto. La escarcha congeló su auto que no quiso arrancar a la mañana temprano y le impidió llegar puntual a la oficina. Durante el camino de su casa al trabajo no paró de pensar en el frío y en el verde inusual del pasto. El clima en San Luis era seco y esos recuerdos le traían irremediablemente la imagen de Tandil. Pero la distancia de su casa al lugar de trabajo era de apenas 5 kilómetros, 955 menos que a esa ciudad de la provincia de Buenos Aires en la que nació.

Entonces empezó a acordarse de sus travesuras de niño. También de su mamá, que lo retaba y a veces reía en secreto. Comenzó a sentir el aire frío en las mejillas, el olor a pasto mojado y la caricia complaciente. Nada podía ser mejor que ese sentimiento: los 10 minutos de tardanza valían la pena.

El domingo los tres hermanos se encontraron en aquella casa. En esa en la que vivieron por muchos años, una llena de presencias ausentes. Notaron que las flores del jardín se habían congelado, pero que estaban intactas. 

En el cuadro de fondo había un paisaje tranquilo y sencillo, tal como ella. Cada uno tenía una parte de esa pintura: una casa refugio en el medio de la nada, un jardín floreado, el pasto largo y el techo escarchado de primavera. 

Ninguna tarde fue tan fría y cálida como esa.